Cuando la semana pasada mi chica y yo decidimos ir a pasar el miércoles a La Fageda d’en Jordà había detrás de esa decisión algunas motivaciones más a parte de seguir investigando las pistas que me he ido encontrando todos estos jueves de marzo en las intervenciones de Job Ramos en el Nyamnyam. Mi chica y yo quizá seamos más pobres que nunca pero una de las ventajas que aún conservamos es que nadie nos obliga a ponernos el despertador cinco días a la semana, de lunes a viernes, a levantarnos muy temprano y salir corriendo de casa muertos de sueño para encerrarnos en una oficina durante 8 horas al día, sujetos a un horario que no hemos elegido. Podemos estar puteados pero, de hecho, muchos de los culpables de nuestro puteo se obligan a sí mismos a levantarse por las mañanas corriendo para encerrarse en un despacho a fingir que trabajan en algo de suma importancia. Por mucho o poco poder que tengan en esta inquietante sociedad capitalista, no deja de ser curioso que la gran mayoría de ellos lleven una vida de desgraciados, currando encerrados todo el puto día, sin tiempo para disfrutar de la vida, en el caso de que alguno de ellos haya experimentado alguna vez, o recuerde aún lo que significa, disfrutar de la vida, sea lo que sea ese concepto vago y difuso. Disfrutar de la vida. El caso es que nosotros, puteados y pobres, tenemos aún la libertad de disponer de nuestro tiempo y de trasladarnos en el espacio a nuestro gusto. Podemos irnos un miércoles a La Fageda d’en Jordà mientras los jefes, igual que los esclavos, se quedan encerrados en sus jaulas siguiendo horarios monacales que están en el origen de este orden social capitalista. Nosotros podemos irnos a comer al Nyamnyam y pasar la tarde, a ver qué pasa. Una de las razones para irnos a pasear el miércoles por La Fageda d’en Jordà era disfrutar de la vida mientras aún sigamos vivos. Había otras razones: disfrutar de cierta soledad, del contacto con la naturaleza, de cierta libertad, estar tranquilos… Todo el bosque para nosotros. Pero tengo que confesar que había algo de venganza en escoger un día laborable en el que, previsiblemente, no nos íbamos a encontrar a nadie.