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Notas que patinan #108: Mademoiselle

Conozco a Mademoiselle Nadia Boulanger desde hace tiempo pero no recuerdo la primera vez que supe de su existencia. Lo que sé es que últimamente me he ido acercando a ella sin pretenderlo, coincidencia tras coincidencia, y también puedo decir que la semana pasada tuve un encuentro tan intenso con ella que mi cabeza y mi corazón estallaron en mil pedazos. Creo que nada que tenga que ver con el arte me ha golpeado con tanta intensidad en los últimos meses. Por eso hoy he decidido escribir este artículo.

Hace poco más de un par de años utilicé un fragmento de música compuesta por ella en un programa de radio para ilustrar la época en la que John Dos Passos vivió en París, a principios del siglo XX. El programa era un piloto que me encargaron para M21, la emisora de radio municipal de Madrid. La idea era adaptar a un formato radiofónico la serie de piezas escénicas Amateur que por entonces estaba presentando en Madrid, poniendo voz a los textos que en escena proyectaba sobre un piano en el que, mientras tanto, yo iba tocando. Pensé que, para darle un estilo más radiofónico, estaría bien intercalar la música que tocaba yo con grabaciones de otros músicos (además, por temas prácticos, si pensaba en futuros programas semanales no me veía tocando un nuevo repertorio cada semana). Como Nadia Boulanger compuso sus 3 pièces para piano en 1914 pensé que eso coincidiría con la época en la que John Dos Passos estuvo en París, durante la Primera Guerra Mundial. Nadia Boulanger, no sé por qué (mira que hay músicos en aquellos años), fue la primera idea que me vino a la mente al pensar en alguien que estuviese en activo por aquella época en París. El programa nunca se emitió porque, cuando iba a incorporarse a la programación de la nueva temporada, el señor Almeida ganó las elecciones al Ayuntamiento de Madrid y lo primero que hizo, como había prometido, fue cargarse la radio municipal que el equipo anterior, el de Manuela Carmena, había resucitado. No sé por qué se le ocurriría que eso era lo más urgente que Madrid necesitaba por aquel entonces pero pensé que qué mala suerte.

Poco después, en verano, volvió a aparecérseme Nadia Boulanger en las memorias de Philip Glass, mientras las leía en la playa de la Barceloneta secándome al sol después de un baño. Philip Glass escribió que hubo dos personas que influyeron decisivamente en su formación como músico: el indio Ravi Shankar y, oh sorpresa, Nadia Boulanger, con la que estudió en París durante un par de años en la década de los sesenta, después de diplomarse en la Julliard School de Nueva York. A pesar de ese diploma Nadia Boulanger, que tendría ya algo más de setenta años, le aplicó a Philip Glass el mismo régimen estricto de solfeo, armonía, contrapunto y análisis musical que al resto de los más de mil alumnos a los que dio clase en su casa de la rue Ballu durante más de setenta años, una casa heredada de sus padres (una inteligentísima princesa rusa y un compositor francés hijo de una cantante contemporánea de Beethoven), en la que conservó hasta su muerte los mismos muebles que su padre había heredado de su abuela. Entre esos innumerables alumnos de Nadia Boulanger lo más sorprendente no es encontrarse a prestigiosos compositores e intérpretes de la mal llamada música clásica como Leonard Bernstein, John Eliot Gardiner, Daniel Baremboim, Aaron Copland, Dinu Lipatti, Igor Markévich o Henryk Szering sino también a músicos de otra cuerda que uno a priori no se esperaría en el salón de Mademoiselle Boulanger como Quincy Jones, Burt Bacharach, Pierre Schaeffer o Astor Piazzolla, además del citado Philip Glass. ¿Es que Nadia Boulanger fue algo así como la mujer que educó a todos los grandes músicos del siglo XX, la responsable de que los creadores musicales encontraran su propio camino sin descartar ningún estilo, el de la música pop incluida? ¿Cómo logró algo así?

Por si fuera poco, Nadia Boulanger fue la primera mujer finalista del Gran Premio de Roma de composición musical en 1908 (unos años después su hermana Lili, a quien también dio clases, ganó el primer premio), la primera mujer que dirigió a la New York Philharmonic Orchestra (en 1939), la responsable de rescatar la obra del compositor renacentista Claudio Monteverdi para las salas de concierto y una reconocida mentora de Igor Stravinsky, de quien dirigió el estreno de varias de sus obras.

Volví a encontrarme con Nadia Boulanger durante el confinamiento en el muy recomendable libro Armonías y suaves cantos: las mujeres olvidadas de la música clásica, de Anne Beer, publicado por Acantilado en 2019. Y de nuevo la causa fue el proyecto Amateur. Después del estreno de Schumann Amateur en el festival TNT de Terrassa, la soprano Maria Dolors Aldea (que recuerda en algunos aspectos a Nadia Boulanger porque, además de una inconmensurable intérprete de larguísima trayectoria, licenciada Cum Laude en el Mozarteum de Salzburg, ha formado y sigue dando clases a una legión de cantantes de todo tipo, Manolo Martínez de Astrud, incluido) se me acercó a saludarme y me regaló ese libro en cuya portada aparece el retrato de Clara Schumann, la compositora y pianista a quien estaba dedicada la pieza que acababa de estrenar. El libro dedicaba un capítulo a Lili Boulanger en el que también aparecía Nadia. Lili murió muy joven pero, según Nadia, ella sí que estaba destinada a componer como una de las grandes.

Mi último e intenso encuentro con Nadia Boulanger ha sido la lectura de Mademoiselle, un maravilloso libro de conversaciones con esta ilustre dama escrito por Bruno Monsaingeon a principios de los ochenta y publicado por Acantilado recientemente en la traducción de Javier Albiñana. Monsaingeon, que ya había publicado un libro de entrevistas con Glenn Gould con un estilo similar, presenta el resultado de las entrevistas que realizó a Nadia Boulanger en los últimos seis años de su vida (murió nonagenaria) realizando un ejercicio de edición similar al que podría haber realizado para uno de sus muy recomendables documentales sobre músicos, como los que dedicó a los pianistas Glenn Gould y Sviatoslav Richter. Y en menos de doscientas páginas consigue el milagro de acercarnos tan íntimamente a Nadia Boulanger, interviniendo lo menos posible, menos aún que Joaquín Soler Serrano (que ya es decir) en las entrevistas de su programa A fondo emitidas en Televisión Española en los setenta, que parece que estemos oyendo a Nadia Boulanger en el salón de su casa, un salón que casi podemos ver y oler, en el que nos habla de su vida (poco, porque cree que no tiene el menor interés), de la vida de la cantidad enorme de gente que conoció (pero sin chismorrear en ningún momento), de lo que ha aprendido en la vida y de las conclusiones que ha ido sacando (su experiencia es puro oro).

¿Pero cuál es la clave para que esta mujer haya conseguido tal cantidad de frutos con su trabajo artístico y de que nos parezca tan fascinante? Respondo por mí: su mezcla de disciplina y rigor implacables sumadas a una decisión consciente y respetuosa de eliminar el juicio de valor y los prejuicios sobre las creaciones de los demás (si en algún momento digo algo con lo que no estás de acuerdo, no me hagas ni caso, le decía más o menos a sus alumnos) junto con una absoluta entrega amorosa a cualquier actividad que emprendiese, por pequeña que fuese, a lo que yo añadiría, además, la persecución a ultranza de una mayor consciencia en cualquier mínimo aspecto de la vida rematada por una espiritualidad conectada con la música como camino hacia algo más allá de la realidad que percibimos a simple vista. Seguramente me deje un montón de cosas. Pienso, por ejemplo, en su amor por el trato con el ser humano, su capacidad de sorprenderse, que parece que mantuvo intacta hasta el final de sus días, y su inagotable curiosidad (seguía estudiando detenidamente todas las partituras compuestas por sus exalumnos, que recibía día sí y día no cuando ya había cumplido noventa años, y si no le gustaban insistía de nuevo para descubrir, a ver si se había perdido algo, si no había sabido ver lo que esa música encerraba). Y añadiría que es decisivo que animase a sus alumnos a ser ellos mismos, a no dejarse influenciar por ninguna moda, a encontrar su propio estilo, a preferir equivocarse a no aportar nada más que lo ya establecido. Con ese objetivo intentaba siempre influenciarles lo menos posible para estimular su libertad creativa guiada por el deseo de cada cual. A juzgar por sus frutos, parece que funcionó. Por sus frutos los conoceréis, que no por sus acciones, como a veces se traduce (mal) esta sentencia del Evangelio según Mateo. Las acciones pueden estar cargadas de buenas intenciones pero con eso no siempre es suficiente, supongo que viene a decir.

Este extracto del libro, en el que Monsaingeon transcribe a Nadia Boulanger, da alguna idea sobre todo esto:

Hace poco alguien que realizó un curioso estudio tuvo la tenacidad, tal vez un tanto vana, de contar cuántas notas había escrito Schubert. Le salió una cantidad impresionante y se hizo la pregunta siguiente: “Al margen del genio, para escribir simplemente tal cantidad de notas, ¿de cuánto tiempo había que disponer?”. Al concluir la investigación, concluyó que se necesitaban, pongamos, veinticinco años. Sin embargo, Schubert tan sólo necesitó quince para escribir todas esas notas. ¿En qué consiste esa capacidad? En que Schubert no dijo: “Me gustaría hablar ruso”, sino que en vez de decirlo lo hizo. Hablamos de lo que no hacemos y la gran excusa que ponemos es la falta de tiempo. Sin embargo, Schubert no tenía tiempo, ni Bach, ni Fauré, ¡nadie tiene tiempo! Supieron encontrar ese tiempo que hace que Platón siga tan vivo hoy como en su día. Por eso creo que todos los días deberíamos recordarles a los niños la inscripción de Valéry en la entrada del Musée de l’Homme: “Depende de quien pasa que yo sea tumba o tesoro. Pero que hable o calle depende de ti, amigo. No cruces este umbral sin desearlo”.

Algunas tradiciones orientales dicen que en la música se encuentra un atajo hacia un nivel más alto de trascendencia en el camino del espíritu o algo parecido. Recuerdo una discusión con dos músicos, que se dedican a las raras artes, sobre el dominio de una partitura compleja técnicamente (pero cuya mayor virtud no es solo esa) como los Estudios de Chopin, por ejemplo. Una de esas personas creía que estábamos hablando de puro virtuosismo. Pero las otras dos pensábamos que si eras capaz de dominar una partitura así (pero dominarla de verdad, no solo tocar las teclas precisas) entrabas en un nivel de consciencia superior. Y ese nivel de consciencia se debería traducir en algo así como ver el código de la vida, es decir, en comprenderla y vivirla mejor, con más habilidad, con más sentido. Sería como pasar una pantalla.

Yo creo que Nadia Boulanger era una especie de maestra jedi y que el adiestramiento que proponía es equivalente al entrenamiento de un jedi. No sirve solo para tocar mejor o para componer mejor, sirve para vivir de otra manera, para entender la vida y vivirla más intensamente, con una consciencia infinitamente mayor, prestando atención a todos los detalles. Por eso sigo estudiando viejas partituras al piano, aunque pienso, como Nadia, que yo no he nacido para componer música. Pero quizá sí para otra cosa que algún día descubriré, porque como decía Mademoiselle Boulanger, hay gente que necesita treinta, cuarenta, cincuenta años para encontrar lo que quería hacer. En cualquier caso, el adiestramiento sería el mismo, de la misma manera que Nadia Boulanger les entrenaba a todos por igual y luego le podía salir tanto un gran compositor de música mal llamada clásica como el productor del Thriller de Michael Jackson, el disco pop más vendido de la historia. Pero, ojo, también una maestra de piano para aficionados a la música en un pequeño pueblo del interior de los Estados Unidos, como se encarga de recordar Nadia Boulanger en el libro de Monsaingeon, cuando recuerda a una excelente alumna suya convertida en una modesta y decente maestra (jedi) absolutamente necesaria, tan vital como el músico más prestigioso del mundo, porque esta vida no sería lo mismo sin lo uno ni lo otro.

Al final del libro aparecen algunos textos de alumnos y gentes que conocieron a Nadia Boulanger. El punto culminante, un texto escrito desde el infinito amor que diría que le profesó, tan emocionante que es difícil leerlo sin que a uno se le salten las lágrimas, es el que escribe Leonard Bernstein. En él cuenta la última vez que habló con Nadia, en la cama, cuando milagrosamente salió de su coma para hablar con él. En esa conversación Nadia le dice que se siente muy fuerte pero que su cuerpo ya no le responde. Bernstein le pregunta si oye música y ella le contesta que constantemente. Bernstein se pregunta qué estará oyendo, si Bach, Mozart, Stranvinsky, y ella le contesta que oye una música sin principio ni final. Bernstein deduce que ella ya está oyendo la música del otro lado. La muerte debería ser algo así: irse mientras nos embarga la música, esa puerta al más allá, al infinito. Quizá, si nos abandonamos a ella nada malo pueda pasarnos mientras nos acompañe en nuestro camino.

Publicado en Teatron