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Notas que patinan #111: TNT

Lo poco que conozco la ciudad de Terrassa es gracias a todas las ediciones del festival TNT a las que he ido asistiendo en los últimos años (es casi un milagro que el festival haya seguido celebrándose ininterrumpidamente durante más de una década, sobreviviendo al cambio de dirección de la pasada edición, que pasó de Pep Pla, su fundador, a Marion Betriu). Pero aún me pierdo por Terrassa porque en ese festival, como en la mayoría de festivales, voy corriendo de un sitio a otro sin tiempo para mirar ni por dónde piso. Al tercer día, supongo que debido al agotamiento, siempre pienso que es una lástima que toda esta concentración de propuestas artísticas no estén repartidas en el tiempo para poder degustarlas más tranquilamente. Pero luego pienso que, en realidad, en una ciudad como Barcelona, por ejemplo, ya hay tal cantidad de eventos durante todo el año que es imposible dar abasto. A pesar de que todo el mundo de la profesión coincide en que cada vez es más difícil dedicarse al mundo de las artes vivas sin morir en el intento (por la miseria en la que prácticamente todo el mundo parece instalado) me da la impresión de que nunca antes había habido tal cantidad de volumen de programación por todas partes, no solo en Terrassa. No pretendo sacar ninguna conclusión con todo esto pero les invito a que la saquen ustedes, si les apetece. También es verdad que un festival como el TNT sirve para encontrarse con gente a la que a veces sólo ves una o dos veces al año. Se supone también que tiene algo de feria pero, si eso fuera así, déjenme dudar de la supuesta eficacia de este tipo de supuestas ferias para dar trabajo (en forma de nuevas actuaciones) a los artistas que presentan allí sus obras. A veces es verdad que el público, sobre todo cuando es en espacios reducidos y a horas intempestivas, parece estar formado únicamente por profesionales del sector. Pero afortunadamente en muchas otras ocasiones el público que llena los espacios (porque el TNT siempre está lleno, esto es así) diría que es público de Terrassa y aficionados que se desplazan hasta allí desde otros puntos más o menos cercanos. De lo contrario sería un poco triste, en mi humilde opinión. Hay gente que echa de menos poder ver a artistas internacionales para no convertirnos en aún más provincianos de lo que ya somos pero el TNT ha decidido apostar por la creación local, que también es cierto que está más necesitada que nunca de espacios donde mostrar su trabajo. Hay quien busca una lista de ganadores y perdedores en un festival como este. Eso sí que me parece verdaderamente triste y quizás significativo del momento que vivimos (me gusta, no me gusta) y del lugar que ocupa lo artístico actualmente en nuestra vida, sinceramente. No es que sea algo nuevo, por otra parte, pero es cansino, aburrido y no estaría mal que algún día lo superásemos de alguna manera. Yo intenté ver ocho cosas en tres días. Aquí sólo hablaré de cinco de ellas, por orden cronológico.

Neti neti, de Amalia Fernández

© Alessia Bombaci

Antes del verano, Amalia Fernández ya nos hablaba en una entrevista de que lo nuevo que estrenaría en el TNT, Neti neti, suponía una vuelta a sus orígenes, a la danza, pero de una manera muy diferente a como la había practicado hace años. También reflexionaba sobre la utilización de los tiempos largos en las piezas para conseguir un cierto estado de conciencia alterada. Hablaba desde el punto de vista de los performers pero, mientras contemplaba la pieza, una pieza de dos horas, pensé en que venía a ser lo mismo desde el punto de vista del público. Como subrayando esto, al inicio de la pieza, antes de entrar, se nos invitaba a dejar nuestros móviles en la taquilla e ir a darnos una vuelta de unos veinte minutos, sin móvil. Lo paradójico es que para recibir esas instrucciones había que descargarse un código QR en el móvil para escuchar un audio. El pánico se adivinaba en algunas caras en el momento de dejar el móvil al personal del TNT. Cuando el público volvía del paseo, quizá con rostros un pelín más relajados, las performers ya estaban en escena: Oihana Altube, Catherine Sardella, Mònica Muntaner y la propia Amalia Fernández. Nuestros móviles no los recuperaríamos hasta la salida.

La sala era un antiguo espacio industrial. La luz era natural, la que entraba por los ventanales. Durante la pieza fue atardeciendo. Cuando ya casi no había luz se acabó el espectáculo. La pieza requería paciencia. No todo el público la tenía disponible. Al principio casi no pasaba nada. Al final parecía una pista de baile de esas que tanto echamos de menos, con las performers extenuadas dándolo todo como al final de una noche de fiesta mientras sonaban temazos de todas las épocas. Por en medio había momentos en los que las performers se arrancaban a cantar a capella, a veces como si estuviesen improvisando música experimental y otras veces con temas populares absolutamente reconocibles o con letras de cosecha propia que aludían a la propia situación en la que se cantaban, siempre con la misma seriedad. Se daban momentos contemplativos (sin nadie en escena, con las intérpretes ocultas al público mientras cantaban) y destellos de un humor que, en realidad, diría que lo impregnaba todo. Tanto la voz cantada como cierto humor absurdo son constantes en el trabajo de Amalia Fernández. Lo que no estábamos acostumbrados es a ver a las performers componer esas figuras geométricas y sincronizarse rítmicamente con esos patrones rítmicos que reaparecían una y otra vez y por los que en cualquier momento, soprendentemente, se podía colar hasta una jota. Pero he ahí su retorno a la danza.

Amalia Fernández dice que lo que le mueve es una cierta búsqueda espiritual: “La inquietud está ahí, en muchos de nosotros y nosotras. Ir más allá de aquello que conoces, pero de verdad, profundamente, en la experiencia que tienes del mundo, de la percepción de las cosas, de los límites que tú pones o que el mundo pone o que la cultura pone y tú dices: ¿qué hay detrás de esa puerta, qué hay detrás de estos velos?”

Se respira en el jardín como en un bosque, de El Conde de Torrefiel

El Conde de Torrefiel estrenó Se respira en el jardín como en un bosque hace más de un año, en verano, en el ciclo Si no vols pols no vinguis a l’era organizado por los nyamnyam en el pequeño pueblo de Mieres, en La Garrotxa. En aquellos momentos acabábamos de superar el confinamiento, no estaba claro si se podrían realizar funciones presenciales ni con qué aforo de público ni en qué condiciones. La pieza utilizaba un dispositivo que se podía ver como una reacción a esas circunstancias excepcionales: el público debía entrar de uno en uno y sólo podía encontrarse a la vez en la misma sala con otra persona del público. Yo enlacé Neti neti con Se respira en el jardín como en un bosque, con una pausa de diez minutos por en medio. En realidad, el estado en el que me dejó Neti neti era idóneo para enfrentarse a esta experiencia. Antes de entrar, un técnico te invita a ponerte unos auriculares por los que te transmitirán unas instrucciones. Si las sigues, con un poco de suerte, el dispositivo creado por El Conde de Torrefiel conseguirá que experimentes de una manera sencilla lo que se siente antes de salir al escenario y también en él cuando actúas ante un público. Esto ya es mucho. Más tarde, ya de nuevo en la piel del espectador, bajo la influencia del comentario que sigues oyendo a través de los auriculares quizá comiences a verlo todo bajo otro prisma. La pieza habla del poder de la imaginación, de que el cerebro o está ocupado en la imaginación o está ocupado en el miedo, tú eliges. Y que todo eso que ocurre en el teatro sólo es producto de la imaginación porque, como uno puede observar cuando actúa sobre un escenario, ahí en realidad no hay nada. Al salir a la calle, siempre con los auriculares, se te recuerda que todo lo que ves ahí antes no existía. Hace miles de años eso era montaña y bosque. Todo lo que ves es producto de la imaginación: el asfalto, los coches, los edificios, las señales de tráfico… Porque alguien ha tenido que imaginar todo eso para que exista. La intención es la misma que la de la pieza de Amalia Fernández: hacer caer el velo que impide que percibamos el mundo profundamente. Este tipo de piezas, este tipo de arte, es casi un género en sí mismo. Es ese tipo de arte que pretende que limpies tu mirada para volver a mirar el mundo que te rodea como si fuese la primera vez. Cuando eso se consigue no tiene precio. Me estoy imaginando qué pasaría si eso se pusiese de moda.

We are (t)here, de Aurora Bauzà y Pere Jou

© Alessia Bombaci

En una nave industrial, con luz natural, sin ningún tipo de escenografía, las cuatro intérpretes, Aurora Bauzà, Pere Jou, Lara Brown y Elisa Keisanen, están de pie, vestidas de blanco y negro, todas conjuntadas muy modernas con un toque antiguo, como decimonónico, un vestuario diseñado por Mariona Signes. Comienzan a cantar a capella al unísono, una misma nota, con un ritmo constante, sincronizadas, a golpe de negras, con la boca abierta, como si cantasen una a. Poco a poco, durante cincuenta minutos, manteniendo prácticamente siempre el mismo ritmo, sosteniéndolo muchísimo, van introduciendo cambios en la altura de las notas muy poco a poco y de una a una, de manera que el resto de las intérpretes puedan adaptarse al cambio y proponer sus propias modificaciones buscando una cierta progresión armónica, estableciendo tensiones mediante la aparición de disonancias y liberándolas al resolver esas disonancias en acordes más consonantes. Y mientras sucede todo esto van moviéndose por el espacio, acercándose las unas a las otras y dirigiendo su mirada hacia diferentes puntos hasta que se desdoblan en dos grupos que rodean al público caminando para volverse a encontrar enfrente del público y acabar con una especie de traca vocal final. La reverberación de la nave ayudaba mucho a la pieza. La sensación era hipnótica en muchos momentos. Podría ser un concierto si los conciertos de música contemporánea fuesen otra cosa. Podrían haber sido colegas de Philip Glass si viviesen en el Nueva York de los setenta. Forman parte de ese tipo de propuestas actuales que parten de la música pero que no encajan en el circuito musical. Es de agradecer que el circuito de las artes vivas acoja propuestas en el límite de las disciplinas que de otro modo sería difícil descubrir. Lo ideal sería que en alguna parte dejase de importar la disciplina artística y se prestase atención a lo verdaderamente importante, que en este caso yo diría que es una cierta actitud y una cierta ética de la estética que comparten con otros creadores actuales.

Aquellas que no deben morir, de Las Huecas

© Alessia Bombaci

Lo de Las Huecas fue una excelente implementación final en un escenario grande, el del Teatre Principal de Terrassa, de lo que tuvimos oportunidad de ver hace un poco más de un año en La Infinita, en una primera presentación de lo que se acabaría convirtiendo en este trabajo (le dedicamos un artículo en Teatron que sigue siendo absolutamente pertinente después de ver este estreno en el TNT, así que no vamos a repetirnos), con un añadido importante: el de la maquilladora de difuntos, Núria Isern, un gran fichaje que contó en escena con gran desparpajo y cariño en qué consiste su trabajo mientras realizaba una demostración con el cuerpo de Júlia Barbany. Lo más destacable fue la recepción del público que llenó hasta donde era posible (por las restricciones) el teatro más grande de Terrassa. Aplaudieron a rabiar y ovacionaron en pie a las artistas. El éxito fue muy comentado, prácticamente unánime, cosa bastante rara de ver. Si se lo perdieron pueden ir a verlas a Barcelona, al Antic Teatre, del 14 al 24 de octubre. En la entrevista que Teatron publicó unos días antes de este estreno encontrarán muchos más detalles sobre este trabajo de Las Huecas, un colectivo al que en Teatron llevamos ya un lustro siguiendo y cuyo éxito nos alegra enormemente. Aunque, recordémoslo, como lo hacen ellas sobre el escenario: vamos a morir. Todos.

Hacer noche, de Bárbara Bañuelos y Carles A. Gasulla

© Alessia Bombaci

En un espacio pequeño, la Sala Cúpula del mismo Teatre Principal donde estrenaron Las Huecas, vimos Hacer noche, de Bárbara Bañuelos en colaboración con Carles A. Gasulla, una pieza larga, sobre las dos horas, en la que Bárbara y Carles conversan largo y tendido sobre sus vidas, y sobre la vida, sentados en unas sencillas sillas y rodeados de público. Como la misma Bárbara Bañuelos comentó en un momento de la pieza, si ella hubiese sido cineasta hubiese hecho un documental. Y si hubiese sido escritora hubiese escrito un libro, añadiría yo. Lo extraño es que la polifacética Bárbara Bañuelos no se dedique también al cine porque, además de creadora escénica, es o ha sido cantante (en su proyecto musical Elephant Pit, por ejemplo), azafata de vuelos o cooperante en campos de refugiados, entre muchas otras cosas.

Bárbara Bañuelos conoció a Carles A. Gasulla colaborando con Radio Nikosia, una radio realizada por personas que han sido diagnosticadas de problemas de salud mental. Carles A. Gasulla es una de esas personas, un tipo ciertamente ingenioso, culto y con un gran sentido del humor que trabaja como conserje de un parking, un trabajo de mierda, en sus propias palabras. Durante la pieza oímos extractos de su propio diario, como separación e introducción de las diferentes secciones, en los que habla mucho de Céline, el escritor, y también de las miserias de su trabajo. Esos cortes, los cambios de silla o pequeñas acciones, como hacer caer los obstáculos en forma de cortinas que les separan del público o los fluorescentes que iluminan la escena, van componiendo y dando un ritmo a la pieza mientras la conversación, evidentemente pautada y conducida por Bárbara Bañuelos, se desarrolla con aparente espontaneidad abarcando una cantidad ingente de temas (precariedad, enfermedad mental, relaciones de poder, el sistema, la vida en general, su propia vida y la relación entre ellos) que demuestran que todo es un fractal y que puedes pillar un pequeño cachito de vida de cualquier persona en cualquier parte del mundo y observar cómo se refleja en ese fragmento el Universo por completo. Es curioso comprobar cómo, partiendo de la vida de Carles A. Gasulla, adentrándose en su historia personal y en su intimidad, Bárbara Bañuelos se ve reflejada en muchas cuestiones a pesar de todas sus diferencias. Es interesante comprobar cómo el interés apasionado y obsesivo de Bárbara Bañuelos en Carles A. Gasulla la confronta a sus dudas éticas sobre la utilización de una persona como sujeto de estudio en una investigación (artística en este caso) y cómo expone sus propias trampas sin eludir mostrar ciertos aspectos íntimos que dejan al descubierto capas que no suelen compartirse con el público. Es emocionante comprobar cómo si conectamos profundamente con otro ser humano nos encontramos a nosotros mismos en él. Lo más interesante del asunto es que todo lo que cuentan Bárbara Bañuelos y Carles A. Gasulla podría ser inventado y nos daría igual porque en realidad, por haberse puesto ahí ante nosotros, habría sido verdad.

Publicado en Teatron