Por mucho que nos empeñemos en sepultar el mundo con toneladas de residuos y que no tengamos ni idea de su alma, enquimerados por el consumo y el crecimiento exacerbados, el mundo sigue girando alrededor del sol —que todavía no se ha apagado y nos sigue iluminando todos los días—. Las tradiciones más atávicas que nos vinculan a los ritmos planetarios no se han perdido y queremos volver a atizarlas juntos como es debido.
Así comenzaba el texto de presentación del Baile de máscaras que se celebró en el CCCB la noche del sábado pasado dentro de las actividades paralelas de la exposición La máscara nunca miente. En pleno carnaval. Este año os invitamos a venir bajo tierra a celebrar el deshielo y el futuro florecimiento, el trastoque de las costumbres y el imaginarlo todo de nuevo. Sólo estaba anunciado el nombre del comisario: Martí Sales.
Haremos un baile de máscaras con misterio y lentejuelas: no le diremos ni quién habrá ni qué pasará (…). Venid con ganas de dejaros hacer —os facilitaremos máscara y transformación de entrada—, con los sentidos abiertos de par en par para recibirlo todo bien —los cuerpos imprevisibles, el ritmo y la luz, todo dispuesto expresamente para asegurar la juerga y el baile, la alegría de encontrarnos y celebrar.
La gente tiene ganas de fiesta, de encontrarse y de bailar. Hace pocas semanas que los locales de ocio nocturno han vuelto a reabrir sus puertas en Barcelona. ¿Pero justo un baile con máscaras? ¿Más máscaras aún? Giacomo Casanova cuenta en sus memorias que las máscaras venecianas no sólo se utilizaban en el carnaval de la Venecia del siglo XVIII. También era común encontrárselas en la ópera de París, por ejemplo, en cualquier época del año. Con la máscara el anonimato estaba asegurado. Podías ver sin ser visto. Bueno, sí, te veían pero no sabían quién eras. Tampoco podían averiguar fácilmente tu edad. Y el aspecto de tu rostro pasaba a un segundo plano. Incluso el género. ¿Qué debían sentir aquellas gentes enmascaradas? ¿Qué pasaría si a las mascarillas les sumásemos el antifaz? ¿O directamente una máscara de carnaval veneciano, como se hizo en anteriores epidemias? Eso me preguntaba yo cuando comenzamos a llevar mascarillas por la calle. Fui a buscar la respuesta al CCCB.
En la entrada al hall, Guillem Mont de Palol y Jorge Dutor enmascararon a todo el mundo mientras les invitaban a sentirse libres. La invitación resultaba inquietante, como si realmente necesitásemos que alguien nos recordase que se supone que somos libres, después de un par de años de control, de restricciones, de distancia social, de mascarillas y de represión. Sí, pensándolo bien, quizá necesitemos un empujoncito. Un poco de terapia. Una terapia de choque como pasar de la mascarilla a la máscara total y luego meterte a una fiesta donde te invitan a sentirte libre. Parece casi un exorcismo.
Todo el mundo en la fiesta iba con las máscaras que te daban en la entrada. La mía estaba fabricada con una cartulina circular dorada, como la que se utiliza para las tortas en las pastelerías, a la que habían practicado un par de agujeros para los ojos. La máscara llevaba una goma para ajustarla y una tela que caía por detrás tapando de la cabeza hasta los hombros. Pero había muchos más tipos: capirotes, máscaras de tela, bolsas de papel… Ni siquiera podías quedarte con la máscara que llevaba alguien esperando reconocerle luego porque no eran máscaras de uso exclusivo, las máscaras se repetían. Ahí está la gracia. Y la desgracia. Aunque si querías ver los rostros detrás de las máscaras tenías una oportunidad. No había bar en el hall. Seguramente por el covid la organización había preferido colocar una barra en el patio, sobre un césped artificial que recordaba al Sónar. Para beber había que salir al exterior, sacarse la máscara y, claro, la mascarilla.
Clara Aguilar abrió el baile, sin máscara, a cara descubierta (la única en la sala), con su electrónica de teclados ambiental y estilizada. Durante la actuación reclamó su máscara a la organización. Ya con su máscara su música fue caldeando poco a poco el ambiente hasta que la gente se arrancó a bailar. Entonces llegó la primera pausa y quien quiso se fue al bar a quitarse la sed y la máscara.
A la vuelta nos esperaba el voguing de Chichi, Jayce Gorgeous Gucci, Guillotina 007, Nolani 007, Tolu Laveaux y Diwata Laveaux. Se presentaron como gente que practica el voguing desde el transfeminismo y el antirracismo, se hicieron un pasillo entre el público y comenzaron su espectáculo jaleadas por el público al ritmo de la música. A ellas se sumaron algunos espontáneos de su mismo nivel. A veces no necesitaban moverse mucho, simplemente con mostrarse a sí mismas y su exuberante atuendo, un esplendoroso kimono rojo, por ejemplo, o mover los labios como si hiciesen playback del tema que estuviese sonando, eso ya era suficiente para que el público las jalease a muerte. Pero, vamos, que también hubo caídas verticales al suelo en espatarre total de esas que hacen temer por la integridad física de quien las practica. Actuaron dos veces durante la noche. Unos días después una amiga me dijo que está aprendiendo voguing, que lleva ya cuatro sesiones. Vuelve el voguing.
También hubo circo a cargo del Konvent de Berga con las enmascaradas Emiliano Pino, Paola Milovic, Patricia Carmona y Valentina Risi. La actuación consistió en una sesión de bondage con una chica que iba en silla de ruedas mientras dos músicos tocaban a un lado con guitarra eléctrica y electrónica. La chica fue atada con cuerdas y colgada boca abajo de una estructura metálica para finalmente volver a su posición inicial. La incomodidad del público se palpaba en algunos momentos. El público enmascarado que rodeaba la acción daba un tono aún más inquietante al conjunto. Nos mirábamos pero no podíamos ver las caras que poníamos.
La actuación de Joan Colomo con Xavier Garcia a la batería y Guille Caballero en los teclados, La Radiofórmula, se encargó de disipar cualquier atisbo de mal rollo. Lo que interpretaban era como un popurrí de éxitos que iban desde Daft Punk a Rocío Jurado pasando por Estopa, Tina Turner, Europe o Kylie Minogue. Lo versionaban todo pasándolo por su particular turmix, con una actitud punk y descuidada pero que musicalmente dejaba a la vista lo esencial, lo suficiente como para que el público bailase a tope e incluso corease las canciones, como si nos aplicaran un par de agujas en puntos de acupuntura que activasen el resorte de las cajitas donde guardamos la memoria de cada uno de esos temas que por razones muy diferentes parece que han quedado archivados en nuestro inconsciente colectivo o algo así. Y la gente bailó. Bailó y lo dio todo. Tenían muchas ganas. Yo ya me sentía como cuando era un adolescente y me perdía en una fiesta de fin de año en la que no conoces a nadie.
Después de otra sesión de voguing que acabó de caldear el ambiente, Núria Martínez Vernis y Oriol Sauleda cerraron el baile con una breve intervención poética a dúo con la que nos despidieron. Sonaba Mi fábrica de baile de Joe Crepúsculo cuando me despedí del baile. Subí la rampa del hall que conduce al patio, me saqué la máscara definitivamente y, con ella en la mano, me dirigí a la calle aliviado por ir con la cara descubierta. Por la calle me encontré más máscaras y algunas mascarillas, aún.
Fotos: Alice Brazzit
Publicado en Teatron