En 1610, cuando publicó sus Vespro della Beata Vergine, Claudio Monteverdi tenía más o menos la misma edad que yo el lunes pasado cuando entré en el Palau de la Música Catalana para escuchar esta maravillosa obra interpretada por el Colegium Vocale de Gent dirigido por quien fundó este conjunto hace 47 años, Philippe Herreweghe, que da la casualidad que tiene la edad de mi padre. Sumido en peregrinas reflexiones sobre el paso del tiempo y sus proporciones y ritmos, lo que no deja de tener una estrecha relación con el arte sonoro, me sorprendió el inicio del concierto. Y pensé en Monteverdi como si fuera uno de nosotros, aquí y ahora. Pensé: ¡qué buena idea utilizar un tema de otra de tus piezas para comenzar esta nueva creación! Es tan bueno este tema, tiene tanta potencia, y hasta ese momento lo habría escuchado tan poca gente, en realidad, que es una maravillosa idea recuperarlo de nuevo para ponerlo en un lugar destacado, ese que marca prácticamente el límite a partir de que se rompe el silencio inicial. Así el público no podrá obviarlo, se encontrará con él de bruces. Es tu mejor carta de presentación. Y luego pensé que, claro, era evidentemente una verdadera carta de presentación porque esta obra Monteverdi la llevó en mano al Papa para ver si encontraba trabajo en Roma, sin mucha suerte, todo hay que decirlo, del mismo modo que también la envió a Venecia, donde tres años después consiguió que le nombrasen maestro de capilla en la basílica de San Marcos, quizás precisamente gracias a esta obra. Jugaba a dos bandas, Claudio. Y no solo a la hora de presentarse a estas dos convocatorias, también a la hora de componer. Un famoso teórico musical, Giovanni Maria Artusi, le acusaba públicamente de utilizar una técnica compositiva corruptora, destructora del estilo imperante. Siempre la misma historia: la de los creadores contemporáneos que no siguen las reglas porque están inventando las suyas propias, las que se convertirán en canon pasados unos años. Fíjate ahora quién se acuerda de ese teórico y de sus composiciones, que también las tenía, y quién de Claudio Monteverdi, también conocido por sus contemporáneos como Il Divino, de quien se celebra el 450 aniversario de su nacimiento (de ahí que se sucedan los conciertos dedicados a su música, como el que unos días antes se celebró en el Auditori, en el que, casualidades de la vida, Jordi Savall y Le Concert des Nations interpretaron esta misma obra). Seguramente por intentar protegerse de las reaccionarias críticas que recibía, Monteverdi utiliza elementos arcaizantes en esta composición (que debía servir de carta de presentación para conseguir curro ante la muy conservadora jerarquía eclesiástica, no lo olvidemos), como es el caso de las melodías de canto gregoriano que mezcla con el nuevo estilo, el suyo propio, a veces de una manera muy parecida a lo que ahora llamaríamos remezclar, con el mismo objetivo que remezclamos en pleno siglo XXI: para construir una cosa perfectamente nueva a partir de unos elementos preexistentes. Como cuando unas voces femeninas del coro insertan intermitentemente la melodía gregoriana del Sancta Maria, ora pro nobis, cada vez con un ritmo ligeramente diferente, sobre una música instrumental, de corte absolutamente moderno para su época. Maravillosas soluciones, Claudio, como también fue maravillosa la idea de componer algo de música religiosa, algo que no habías hecho nunca antes, para tener algo de currículum para que te hiciesen caso en Roma o en Venecia. Fue lo que ahora diríamos publicar algo, quizás apenas remunerado, para conseguir visibilidad. Pero conservando en todo momento tu maravillosa libertad creativa, dejando la puerta abierta a la interpretación fuera de la iglesia, como propones en la portada de la publicación que recoge estas Vespro, o escogiendo textos tirando a eróticos del Cantar de los cantares, como el Nigra sum, con el que de pronto nos sorprende la soprano: Soy negra pero hermosa, hijas de Jerusalem, por eso el rey me ama y me introdujo en su habitación. Te salió bien, Claudio. Conseguiste la fama, seguramente con mucho esfuerzo. Y por eso ahora te conocemos y podemos celebrarte. Y tenemos a los mejores intérpretes de música antigua del planeta, aquí en el Palau de la Música Catalana, dedicando grandes esfuerzos y un enorme talento para desentrañar los misterios de tu música e interpretarla con todo el cuidado, el mayor de los respetos e instrumentos originales (o las réplicas más fidedignas). Una hora y media de música, sin pausa, más emocionante que la mejor de las películas de acción en 3D, con un sentido sorprendente de la performance. Por ejemplo, en el Audi coelum, cuando el tenor acaba una estrofa y alguien, a quien no vemos en escena, le contesta con un eco, oculto en alguna parte. O, cuando en el Duo Seraphim, a los dos tenores se les suma un tercero justo al pronunciar la palabra Tres. También disfrutamos mucho cuando Philippe Herreweghe deja que sea Barbara Kabátková, hasta ese momento una cantante más, quien dirija a la Schola Gregoriana, el quinteto vocal encargado de las partes de canto gregoriano que salpimentan de vez en cuando esta sabrosa obra. O cuando uno de los cornettos se pone de espaldas al público para dar la réplica a su partenaire, lo mismo que las violinistas. Seguro que en San Marcos, con una arquitectura que se presta a la perfección para todos estos recursos performáticos, debisteis pasarlo bien jugando con todos estos truquitos sonoros que, tan acertadamente, se lo agradecemos, recuperan Herreweghe y los suyos. Rigor y austeridad flamenca (flamenca de Flandes, se entiende) que se esfuerza en jugar con la música de un compositor contrastadamente mucho más meridional que los intérpretes que le rinden tributo, autor de una música de una riqueza incomparable que consigue elevarnos para que crucemos la Via Laietana flotando a medio metro del suelo aunque, paradójicamente, con la impresión de haber reconectado con la vida, más allá de la percepción tramposa en la que nos sumen últimamente el bombardeo de narrativas que pretenden convertir nuestra rica realidad en una ficción barata. Parafraseando a Rodrigo García, prefiero que me quite el sueño Monterverdi…