Fotografías de Jordi Colomer
Óscar Cornago y Juan Navarro presentaron el sábado pasado en La Infinita de L’Hospitalet su nuevo trabajo, La curación infinita. “En este primer encuentro te proponemos ensayos sobre el aburrimiento, un intento (fraudulento) de sanación como cualquier otro”. Esta lacónica presentación era todo lo que sabíamos sobre lo que íbamos a ver. Pero en realidad no necesitábamos más. Me pregunto para quién se escribirán esos textos de presentación a los que nos hemos acostumbrado en el circuito de la performance, de las artes en vivo, de las raras artes o de como quiera que le llamen a esto, esos textos que ya son un género en sí mismo, con todos sus lugares comunes de los que tan difícil resulta escapar. Siempre me he preguntado por qué es suficiente reclamo el nombre de un grupo de música para acudir a un concierto y en cambio no parece que sea suficiente acompañar el nombre de unos artistas con el título de su nuevo trabajo para conseguir lo mismo: que vayamos a verlos.
Fui a ver a Óscar Cornago y Juan Navarro porque los sigo desde hace años y siempre encuentro algo estimulante cuando los veo en escena. Juan Navarro es uno de los intérpretes españoles más interesantes de lo que llevamos de siglo. Su larga colaboración con Rodrigo García, junto a ese impresionante grupo de intérpretes de la última época (Juan Loriente, Núria Lloansi y Gonzalo Cunill), nunca lo suficientemente reivindicados, nos dio muchísimas alegrías. Pero también nos las dio antes, con Rodrigo García y también con Roger Bernat, a principios de los dos mil, en piezas que nos abrieron un montón de puertas. Pero Juan Navarro no es sólo un gran intérprete, performer, actor o como lo queramos llamar, es también un creador sin límite de disciplinas que, sin hacer tanto ruido como esos dos nombres, lleva estrenando trabajos propios desde hace ya muchos años. Y en estos últimos años, en paralelo a otros trabajos, mantiene una interesante colaboración, que ya dura, con Óscar Cornago, investigador de las artes escénicas contemporáneas, autor de numerosos libros y artículos pero al que no acostumbrábamos a ver en escena hasta que juntos iniciaron el proyecto Se alquila. Ese proyecto, que trabajaba sobre la idea del archivo tomando como objeto de estudio la trayectoria como actor de Juan Navarro, era un pretexto para juntarse y crear algo en escena con un formato muy ligero, con poco tiempo para ensayar y que en cada encuentro tomaba una forma diferente, evitando la repetición. Este nuevo proyecto, La curación infinita, parece seguir esa misma línea pero liberados ya de la temática que servía como excusa al proyecto anterior.
La cosa comenzó de una manera muy suave, muy ligera, como si no hubiese comenzado aún. En la calle, en la puerta de entrada al edificio de La infinita, unos cárteles escritos a mano con la palabra aburrimiento servían de reclamo para los despistados e indicaban el número del piso al que había que subir. En el tercer piso de ese edificio industrial, a medida que íbamos entrando al espacio, los artistas nos recibían invitándonos a ayudarles a decorar una especie de estructura metálica en forma de árbol, con algunos añadidos de ramas desprendidas de verdaderos árboles de la zona urbana donde se encuentra La Infinita, recogidas durante el podado anual que realizan los operarios del ayuntamiento. A un lado, apiladas sobre una mesa, nos esperaban, colocadas en montoncitos, unas tarjetas que correspondían a cada uno de los clientes de la fábrica que hasta hace unos años tuvo su sede en el local donde nos encontrábamos. A su lado, una perforadora para hacer agujeros en esas tarjetas y unos cordeles era todo lo que necesitábamos para realizar unos mínimos trabajos manuales que nos permitieran colgar las tarjetas en esa especie de árbol. Como los propios artistas se encargaron de señalar, ese era quizá el nexo con el proyecto archivístico anterior. La gente iba llegando, los trabajos manuales iban avanzando mientras se nos invitaba a acompañar ese ligero y divertido trabajo con una copa de vino y el árbol acabó rebosando de curiosas hojas en forma de tarjetas con los más variopintos nombres de empresas mientras se iba rompiendo el hielo entre los allí presentes.
Cuando el árbol comenzaba a estar frondoso, como en otras ocasiones, Óscar Cornago tomó la palabra para introducirnos en el asunto. Pero esta vez diría que las disertaciones de Cornago fueron más breves que las acostumbradas, como si el teórico ya no tuviese que justificarse por estar en escena, como si por fin pudiese liberarse de ese yugo original y abrazase sin complejos su nuevo papel de performer. Personalmente celebré mucho esa metamorfosis. En cualquier caso, se nos habló del aburrimiento. Se nos habló de cómo la performance suele trabajar con el aburrimiento, con las duraciones largas, por ejemplo. Se nos invitó a ponerle nombre a las cosas aburridas, a escribir en una cartulina marrón colgada de una de las paredes todas las cosas aburridísimas que se nos ocurrieran. La gente parece que acogió la idea con gusto e hizo una larga lista.
Pero no sólo se fijaron en la performance, también nos hablaron de lo aburrido que es el teatro. Para mostrárnoslo nos hicieron entrar como se entra a un teatro. Es decir, primero nos hicieron salir y luego entrar de nuevo. Pero esta vez, como en el teatro, nos invitaron a sentarnos en sillas situadas en filas ante lo que sería el escenario. En vez de una entrada nos entregaron bolsas de pipas, que es lo que, de adolescentes, comíamos cuando nos aburríamos como ostras en el parque o en el cine o donde fuese (en el teatro no porque seguramente en ningún teatro nos hubieran dejado comerlas). La entrada reprodujo espontáneamente el típico bullicio que acompaña la entrada del público a un teatro. Pero aunque intentaron señalar que la función estaba a punto de comenzar, bajando la intensidad de una hipotética luz de público, no les hicimos mucho caso, quizá porque el espacio donde nos encontrábamos carecía de las típicas convenciones teatrales. Así que nos pidieron que lo volviésemos a intentar, invitándonos a salir y a volver a entrar, entrega de nuevas pipas incluidas. Esta vez, para mejorar la experiencia, los artistas nos esperaban en escena, tirados en el suelo, con los pantalones bajados, con un mazo en la mano de uno de ellos. Es decir, una escena dramática. Eso ayudó a entrar en el asunto teatral. Al levantarse, la escena continuó, con algunas intervenciones espontáneas del público (en concreto, la persona más joven del público, menor de edad, pidió que, por favor, Cornago se subiese ya los pantalones y dejase de enseñar sus calzoncillos, petición que el interesado atendió diligentemente), y sin solución de continuidad pasó de un diálogo en el tono al que hasta entonces nos habían acostumbrado a una especie de escena de Esperando a Godot de lo más absurda y aburrida, como la propia pieza teatral, según el comentario de los propios artistas (probablemente la obra de teatro más aburrida de la historia, nos dijeron luego).
En cuanto a lo aburrido de las performances, Juan Navarro nos contó cómo, una vez que estaba en Nueva York visitando a un amigo, se topó con una performance de Marina Abramovic, The Artist is Present, esa en la que Abramovic se sienta en una silla durante horas y horas enfrentada a otra silla vacía que el público puede ocupar libremente. Cuando eso sucede, Abramovic, saliendo de una especie de recogimiento interior, levanta la mirada para mirar fijamente a quien tiene delante. Como Navarro señaló, aunque en el documental sobre la pieza parezca otra cosa, el público del MoMA que él observó con sus propios ojos no parecía prestar mucha atención al asunto, ocupado más bien en sus móviles, distraído y aburrido, vamos. Para experimentar qué se siente en una performance así, lo que propuso Navarro fue que alguien del público ocupase el lugar de Abramovic. Una chica del público no tardó en ofrecerse para versionar a la artista. Otros asistentes fueron ocupando el lugar del público que se sentaba ante Abramovic pero curiosamente, en esta ocasión, prestamos mucha más atención que en la performance original en el MoMA (aunque seguramente porque no duró tanto como en el MoMA), manteniéndonos en un casi completo silencio mientras esas dos personas se miraban a los ojos durante minutos ante nuestra atenta mirada. Óscar Cornago, metido en el papel de Ulay, la pareja de Abramovic, cerró esa performance de la misma manera que en la versión original, ofreciendo sus manos a la sosias de Marina Abramovic. Sólo faltaron las lágrimas con las que la artista remató su famosa performance pero eso, en mi opinión, hubiese sido pedirle demasiado al público.
Hubo un poco de todo, también ritual participativo, en el que se nos invitó a bailar dando saltitos siguiendo a los performers mientras cantaban una sencilla frase musical acompañados de la guitarra de Juan Navarro. Ese ritual nos llevó hasta las ventanas de la entrada que dan a la calle. Los performers corrieron escaleras abajo hasta llegar a donde se encontraba una pancarta enorme donde, desde el tercer piso, podíamos leer, una vez más, la palabra aburrimiento.
La sesión acabó con la degustación de un estupendo caldo de carne cocinado allí mismo, cortesía de la casa. Cuando ya había acabado todo y estábamos con el caldo, charlando sobre un fondo de música, en una tranquila fiesta improvisada, aparecieron tres personas que, sin tener ni idea de la performance que acabábamos de presenciar, subieron hasta allí atraídos por esos cartelitos colgados en la fachada de la entrada del edificio, los que ponían aburrimiento.
Publicado en Teatron