Respondo al anuncio de PERTÚ (l’ofrena), una acción de Estel Boada (ganadora de la beca Barcelona Producció de La Capella en la modalidad de proyecto deslocalizado) con la participación de Júlia Barbany, Edi Pou, Esperit! (Mau Boada), Sara Fontán, Gabriel Ventura, Gavina Ibern y Mar Medina. Hay que enviar una carta de motivación a crecenmi@gmail.com (nota del traductor para el público castellanohablante: crec en mi en catalán = creo en mí en castellano). Se nos pide que contemos qué es lo que nos frena y por qué queremos frenar. Lo único que sé sobre el asunto se explica en estos dos párrafos y en un vídeo al más puro estilo Teletienda:
PARATÍ (la ofrenda) consiste en una serie de acciones llevadas a cabo en un espacio que invita al bienestar físico y mental en Alella durante todo un día.
Partiendo de la idea de que el tiempo es el oro contemporáneo, PARATÍ le dedica una oda creando un paréntesis compartido con otros artistas que generará herramientas para poder soportar de forma diferente nuestro día a día. Inspira y expira, prepárate para disfrutar de un resort completo con pilates, música, poesía, buena comida y un toque de humor.
Diez días antes de la fecha prevista para la acción (27 de mayo, día de la jornada de reflexión electoral) recibo un correo electrónico firmado por Estel en el que se me informa de que la cosa comenzará a las once de la mañana y finalizará a las seis de la tarde en Alella, en una ubicación secreta que me proporcionarán más adelante. En el mismo correo se me pide que envíe la carta de motivación pero también se me advierte de que si me es imposible crearla no debo preocuparme porque me recibirán igual. Como voy en calidad de reportero decido que mejor no la envío y así comienzo a meterme ya en el papel de un sucedáneo de David Foster-Wallace en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.
En los siguientes correos que recibo me informan del menú (absolutamente vegano, sano y abstemio) y se me pide que elija el segundo plato.
También recibo por fin las coordenadas exactas del lugar secreto: Can Bernades, una masía en las afueras de Alella. Me advierten de que lleve ropa cómoda y me ponen en contacto con otras personas para ir en coche. Y me dicen que recuerde lo siguiente: El secreto del éxito es que ningún secreto es un éxito. Un mantra que se repetirá durante toda la jornada. Pero eso lo descubriré más adelante.
La coordinación con mis compañeros de coche no nos acaba de funcionar porque ellos vienen de la provincia de Girona y no les va muy bien recogerme en Barcelona. Decido ir en autobús. Sale de Urquinaona y me deja en el centro de Alella. Por el camino veo el mar a mi derecha y las montañas a mi izquierda.
Comienzo a recordar las pocas veces que he estado en Alella. En mi recuerdo Alella se me presenta como una especie de Toscana del Maresme, y en primavera aún más. Desde sus montañas se ve el mar. En poco más de veinte minutos el autobús me deja en el centro del pueblo. Camino un cuarto de hora alejándome del centro mientras contemplo espléndidas masías reformadas con lo que en el siglo XIX se entendía como adornos majestuosos y reconvertidas ahora en equipamientos culturales o alojamientos turísticos. Recuerdo haber estado en una de ellas, donde vivían un matrimonio formado por un famoso diseñador y una pianista hija de un famoso pintor. También estuve una vez en una boda.
Llego a Can Bernades. En la puerta comienza a agolparse el público. Esperamos a que llegue todo el mundo. Somos unas treinta personas. Conozco a muchas de ellas. La mayoría son artistas.
Se abren las puertas de la verja que da acceso a la finca. Al final de un camino de tierra vemos la imponente masía. Pero antes nos intercepta, o más bien nos recibe, una comitiva en la que reconozco a la propia Estel Boada, a Sara Fontán y a Edi Pou. Van vestidos con unos chalequitos de color fluorescente sobre un torso desnudo y pantalones o faldas blancas. También llevan un medallón colgando. Cantan, Edi Pou toca el clarinete, Sara Fontán un instrumento de percusión cuadrado. Nos dan la bienvenida. Nos invitan a un cóctel sin alcohol. Nos piden que les sigamos. La música parece tibetana pero es una versión muy lenta de una canción del verano de las que podrían cerrar cualquier fiesta de pueblo o una discoteca de carretera.
Nos conducen alrededor de la casa hasta llegar a un lago de aguas cristalinas donde nadan peces. Vemos a lo lejos, a la derecha, en la falda de la montaña, una masía-castillo con unos jardines con glorietas. Una persona del público me informa de que un amigo le ha dicho que la han comprado unos millonarios rusos. Enfrente se ve otro edificio espectacular, diría que modernista, que parece, por lo menos, una universidad, pero con pintadas en las paredes del piso superior. Durante la jornada descubriré que es una escuela de La Salle abandonada donde ahora los jóvenes del pueblo van a beber por las noches pero que pronto se convertirá en un hotel de cinco estrellas. A la izquierda, de refilón, se ve el mar.
Subimos unas escaleras para pasar un puente que nos lleva a un mirador sobre el lago. Hacemos un corro. Comienzan a pasar cosas. Cada uno de nuestros anfitriones se presenta, hablando, tocando un instrumento de percusión o de viento (una flauta) o bailando. Júlia Barbany, en el papel de Jules Le Barb, guía espiritual a quien seguiremos durante unas horas, nos cuenta que tuvo una revelación mientras redactaba una beca para el OSIC (nota del traductor: OSIC = organismo de la Generalitat de Catalunya que reparte las becas de investigación artística anuales): si pronuncias OSIC al revés y repetidamente suena como una pregunta: qui soc? (nota del traductor: ¿quién soy?, en castellano). Las primeras risas parecen admitir que realmente es toda una revelación. Entramos en materia.
Nos dan un paseo por el bosque. Vemos dos burros y tres ovejas. Contemplamos los árboles y las montañas. Estamos a finales de mayo. Hace un día muy agradable. De uno en uno nos acercamos a Jules Le Barb, que nos espera en mitad del campo. Yo soy el último. Cuando la tengo delante nos saludamos, me contempla y busca un nombre para mí entre los que lleva en una bolsa. Me bautiza como Fusilli Box. A la altura de mi corazón me planta una pegatina con ese nombre y me dice al oído que debo atravesar una puerta que está un poco más allá mientras grito mi nuevo nombre con todas mis fuerzas y luego debo seguir caminando para reunirme con el resto del grupo. Es verdad, no me había dado cuenta de que a mi derecha hay un marco como de puerta, naranja, en mitad del prado. Lo atravieso gritando lo que me han dicho. La cosa, como se verá, va de obedecer a tus guías y de seguir al rebaño. Pero gritar en mitad de la montaña es algo que siempre me ha gustado. Me lo enseñó mi padre, que es de quien creo haber heredado la inclinación por la performance, aunque él jamás la llamaría por ese nombre. Los nombres con los que se bautizan las cosas lo cambian todo. El marco también.
Antes de llegar al grupo me dan una cinta fluorescente para que me tape los ojos con ella después de sentarme en el suelo junto al resto bajo un árbol con vistas a la otra ladera del valle. Las instrucciones que nos gritan hablan de matar al viejo interior, si no recuerdo mal. Llego un poco tarde, soy el último. Parece que los demás llevan más rato ahí y están más integrados. Hay que gritarle a tu viejo interior para asustarle, para que se vaya, para que nos abandone, me parece. Pero a mí eso, en mitad del grupo, no me acaba de salir y ni grito ni digo nada. Pero como somos mucha gente y oigo muchos gritos me da la impresión de que nadie se entera de que no estoy obedeciendo. Y enseguida nos invitan a sacarnos la venda de los ojos y a seguirlos una vez más, cosa que hago con alivio.
Volvemos hacia la casa pero esta vez entramos en una terraza cubierta con un toldo en la que hay sofás de ese estilo como ibicenco, de hotel de veraneo, como de anuncio de yogurt griego. Pero al fondo también hay unas pelotas de Pilates, de esas enormes. Nos invitan a sentarnos en ellas mientras el equipo que nos guía se planta enfrente, donde está todo preparado para dar un pequeño concierto electrificado, con batería y todo. Comienzan a tocar algo un poco estilo punk catalán mientras Estel Boada canta letras en sintonía con el estilo de lo que estamos viviendo, algo a medio camino entre un retiro espiritual en versión animación de hotel (la verdad es que no está tan lejos de esas realidades) y su parodia. La gracia de todo esto es que, al menos dentro del equipo, nadie ríe. Nuestras guías se muestran muy serias, dentro de su infinita amabilidad. Hay que estar serios para dar órdenes.
A mí lo que más me sorprende es que todo el mundo obedece las órdenes sin que lleguen a producirse. Por ejemplo, cuando Mar Medina se coloca ante toda la gente que está sentada en las pelotas de Pilates, basta que comience a moverse mientras va describiendo lo que hace para que todo el mundo sin excepción comience a imitarla, como se haría en cualquier clase, por otra parte.
Siento cómo comienza a nacer una pequeña resistencia dentro de mí. Primero poco a poco pero enseguida la resistencia crece hasta poseerme por completo. ¿De verdad nadie va a ofrecer la más mínima resistencia? Por otra parte, pienso, ¿por qué iban a ofrecerla si han venido hasta aquí enviando una carta de motivación? Eso será que están motivados. Es sólo un juego, me digo (cada vez más inquieto). Ni siquiera es un retiro verdadero. Sólo estamos jugando a eso. Lo que pasa, me digo, es que yo no quería venir a jugar, sólo a mirar. Pero eso sólo lo saben una o dos personas de la organización, no las artistas. Odio los espectáculos participativos. Los odio. No me gusta que me den órdenes. No me gusta tener que trabajar hasta cuando voy de público. Igual por eso no he vuelto a hacer apenas una clase de esas desde que dejé el Karate Kyokushinkai a los doce años. Me divertí mucho en su día pero ya no me parece tan divertido. Así que me muevo un poco pero miro hacia los músicos, muy incómodo, y sigo el ritmo, pero no mucho. Pero Mar Medina nos pide más. Nos pide movimientos específicos con los brazos y nos va a pedir mucho más a continuación, así que con mirada clínica y experimentada detecta mi resistencia, se da cuenta de que podría poner en peligro su misión, grita mi nombre, me fulmina con la mirada y me ordena que me mueva.
Yo hago como si despertase de un sueño, la miro como si me sorprendiese mucho y obedezco, lo justo para conseguir que no me avergüence más en público. Ella se apiada de mí y yo se lo agradezco obedeciendo completamente cuando nos pide que abracemos la pelota tirándonos encima con todo el cuerpo, luego de espaldas, botando con el culo y todo lo que quiera.
Se acaba el concierto y nos sirven la comida, que la cocinera Gavina Ibern nos presenta plato por plato subrayando los ingredientes que estimulan la producción de serotonina, como el Prozac pero sin química, como los garbanzos.
Durante la comida hablo con la gente. Una persona me comenta que ha estado seleccionando proyectos de artistas para una convocatoria. Le han enviado cientos y absolutamente todos citan a Donna Haraway. Me cae bien Haraway pero, madre mía, qué miedo. Entonces caigo en que esto de lo espiritual, la astrología, las terapias y tal, también ha sido una tendencia artística reciente en el mundo del arte contemporáneo. ¿Este Pertú le estará dando la puntilla?
Se me ocurre una tontería: quizá acabemos todos haciendo esto del Pertú pero de verdad, no creando o actuando en un espectáculo para un público de artistas resabiados sino para peña con pasta que no sabe qué hacer con su dinero cuando sale de trabajar y quiere dejar atrás el estrés, al mismo tiempo que busca compañía y que le den órdenes para no tener que pensar más (o por cierta inclinación sadomaso o alguna otra razón que se me escapa, o que es tan obvia que la tengo delante de mis narices pero soy incapaz de expresar). Quizá sea nuestro futuro como profesionales del arte. Para nosotros sería muy sencillo, estamos entrenados para hacer algo así. Estoy seguro de que muchas de las cosas que nos hicieron reír en el Pertú colarían perfectamente como algo profundo y serio en ese nuevo contexto que ya miro como una de nuestras futuras salidas profesionales. De hecho, ahora que lo pienso, conozco ya algún caso.
¿Qué habría de malo en eso?, me seguí preguntando en silencio mientras se nos invitaba (¿o fue una orden?) a transportar nuestra propia silla hasta el prado que se extendía debajo de la masía. Allí, una vez acomodados todos alrededor de una larga mesa, nuestra guía Jules nos ordenó dejar los móviles sobre la mesa para que los retiraran. Alguien a mi lado se acordó en voz alta de aquel performer que pidió que el público dejase sus monederos en la entrada y, cuando el último de los del público entró en la sala, el performer se dio a la fuga con todos los monederos para nunca más volver. Después de escuchar esa historia, como en un acto reflejo, cogí el móvil de la mesa con toda la naturalidad para que nadie se diese cuenta y lo escondí en una bolsa de tela que llevaba conmigo. El resto de móviles fueron retirados de la mesa.
A continuación Jules, después de subirse a un árbol, nos conminó a realizar una práctica (así la llamó, con toda la mala baba que sólo una artista contemporánea podría utilizar para pronunciar esa inocente palabra: una práctica) que la propia Marina Abramovic realizó muchas veces en la intimidad, eso nos dijo, y que ahora nos ofrecía al público (nota del traductor: per tu) para que la imitásemos. Se trataba de contar granos de arroz. Allí mismo sobre la mesa esparcieron arroz a mansalva y nos dejaron en silencio, durante largos minutos, contando arroz. Habíamos comido muy bien, todo gratis, el paisaje era muy bonito, había hablado con un montón de gente, ya me sentía como hermanado con todo el mundo y agradecido por la oportunidad que me ofrecían mis guías. Conté tres cientos sesenta y seis granos de arroz sin rechistar (Jules nos pidió que recordásemos la cifra pero luego nadie nos la preguntó). Y me di cuenta de que la gente a mi lado contó bastantes más pero pensé que, en realidad, el alumno aplicado, el que había entendido la lección, era yo, precisamente por ir más lento. Hay que ver, estos artistas, siempre compitiendo (nota del traductor: pensar que por ir más lento eres el alumno más aplicado también es competir).
Jules nos dejó ir pidiéndonos (nota del traductor: ordenándonos) una última cosa. Debíamos encontrar un lugar apartado, solo para nosotros, y pensar en algo que nunca más quisiésemos volver a hacer, como cobrar menos de 300€ por un encargo, dijo. Luego, teníamos que escoger un objeto de ese lugar y llevárnoslo como recuerdo. Eso hice. Bajé una ladera haciendo rafting y poniéndome perdido de tierra, paseé por el borde del muro que delimitaba la finca mientras contemplaba el paisaje, encontré mi lugar y me llevé una hoja caída en el suelo de recuerdo.
No puedo deciros cuál fue el deseo que expresé en silencio mirando hacia el mar porque, si no, igual luego no se cumple.
Rubén Ramos Nogueira | Fotografías de Lili Marsans
Publicado en Teatron