Ha pasado ya un mes desde la Nochebuena pero el recuerdo de ese día, o mejor, de esa noche, aún me persigue. Este año, debido a las restricciones para frenar el avance del maldito coronavirus, mi familia decidió que no íbamos a celebrar la Nochebuena juntos y que solo nos encontraríamos el día de Navidad, en la más estricta intimidad familiar, reducida solo al primer grado de cosanguinidad. Por primera vez en mi vida me encontraba en Barcelona, el día de Nochebuena, sin compromisos familiares. Unos días antes recordé que, en la Nochebuena, yo siempre había querido ir a ver el Cant de la Sibil·la pero mis compromisos familiares nunca me lo permitieron. No hay mal que por bien no venga, pensé. Después de todo, este era el año.
Después de comprobar que la Catedral de Barcelona seguía adelante con esa celebración prácticamente milenaria, unos días antes me acerqué a primera hora de la mañana a la Catedral para obtener mi pase gratuito para asistir a la celebración, que estaba previsto que acabase con la Misa del gallo, a medianoche. Lo de sacarse el pase era producto de las restricciones: el aforo había sido reducido por seguridad. Más tarde, me enteré que en la iglesia del Pi, a pocos pasos de la Catedral, también iban a celebrar el Cant de la Sibil·la, por la tarde. Me propuse hacer doblete para compensar todos estos años pasados en los que nunca pude saciar mi curiosidad por escuchar este canto proscrito desde el Concilio de Trento pero, pese a todo, conservado en Mallorca, l’Alguer y otros lugares del sur como Ontinyent, en la provincia de Valencia, de donde proceden tanto Pablo Gisbert (de El Conde de Torrefiel) como Marcos Morau (de La Veronal). Curiosa coincidencia. Se lo dije a un amigo que justo había pensado lo mismo que yo. A los dos nos parecía un buen plan.
Esa tarde, la de Nochebuena, me fui a la iglesia del Pi hacia las seis. Quedé allí con mi amigo. Cuando llegué, un cuarto de hora antes de empezar, me dijeron que estaba lleno y que no podía entrar. Menos mal que mi amigo estaba ya dentro, guardando sitio, y había avisado al de la puerta de que me esperaba a mí. Llamé a mi amigo por teléfono, salió a buscarme, me señaló y el de la puerta me dejó entrar. Presentaba el acto el poeta Eduard Escoffet. Desde el altar soltó un discurso que me pareció emocionante en el que relacionaba el Cant de la Sibil·la con el momento que estamos viviendo, ciertamente apocalíptico, como ese canto de origen pagano interpretado por una adivina que pronostica el fin del mundo. El discurso de Escoffet me pareció extremadamente elegante por el delicado equilibrio en el que se movía en una situación ciertamente comprometida. Habló de ecología, sin utilizar esa palabra. Se metió con el capitalismo, sin nombrarlo. Vino a decir que debíamos escuchar ese canto profético como un mensaje vigente y totalmente apropiado para la situación actual. Luego apagaron las luces y la cantante, Mariona Sagarra, oculta junto al organista que la acompañaba, Joan Cabó, allá en lo alto, junto al órgano, sobre nuestras cabezas, cantó admirablemente bien ese breve canto. Cerré los ojos y entré en éxtasis.
De ahí fuimos a casa de mi amigo, en el Casc Antic, a diez minutos a pie de la iglesia del Pi. Lo primero que hicimos al llegar fue subir a su azotea para ver Barcelona desde las alturas, aunque ya era de noche y la ciudad me pareció menos iluminada que de costumbre. Nada más entrar en su casa mi amigo abrió una botella de vino y bebimos y comimos un poco, una cena fría a base de patés, quesos y turrón. De ahí salimos pitando para la Catedral. En la entrada, un segurata le dijo a los que nos precedían que no podían entrar sin invitación porque había un evento. Hablaba como un portero de discoteca. Era lo más parecido a intentar entrar en la Sala Apolo (que lleva cerrada meses, ya saben). Mi amigo y yo nos reímos porque nos hizo gracia lo del evento. Cuando nos tocó a nosotros entramos pisando fuerte mientras mi amigo les decía a los de la puerta, con cierta sorna, que teníamos invitaciones para el evento. Comprobaron nuestras entradas y nos dejaron pasar al templo (no de la electrónica sino al templo de toda la vida, aunque a nosotros ya nos comenzaba a parecer la misma cosa).
La Catedral estaba totalmente iluminada, esplendorosa, magnificiente como cualquier catedral de origen medieval. Nos sentamos en las primeras filas, aunque yo tenía una columna delante. Quienes nos acomodaban insistían en que mantuviésemos la distancia de seguridad entre nosotros. Antes del canto de la Sibil·la celebraron un oficio religioso, Matines, en el que participaban un montón de curas y el mismo coro, el Coro de cámara Francesc Valls, que luego acompañaría a la Sibil·la encarnada por Mariona Llobera, además del organista de ese potentísimo órgano de la Catedral. El oficio religioso no me pareció nada del otro mundo pero cantaron cantos gregorianos en latín, antiguos y modernos, y algo de Tomás Luis de Victoria. Cuando acabó, los cantantes se trasladaron al centro de la basílica, donde está el coro, separado del resto. Entonces apareció la Sibil·la escoltada por dos religiosos.
La aparición de la Sibil·la fue espectacular. Iba vestida como si se hubiese escapado de la película Orlando (la adaptación de la novela de Virigina Woolf que dirigió Sally Potter en 1993, protagonizada por Tilda Swinton), vestida de blanco, con la cara empolvada también de blanco, y sosteniendo una espada. Escoltada por los religiosos subió la escalera de caracol que conduce hasta el púlpito que está a la entrada del coro. Desde allí cantó sostenida por una sola nota grave del órgano. A continuación de cada estrofa cantada a capella, el coro le daba la réplica con lo que luego leí que eran composiciones compuestas ex profeso para acompañar este canto por diversos compositores como el octogenario Jordi Cervelló o Pep Vila, treinta años más joven. Todo el mundo estaba de pie. El silencio era total. Me quedé boquiabierto, aunque nadie pudo ver mi boca por la mascarilla que llevaba, como todos los demás. Entré en éxtasis de nuevo, del que solo me sacaba de vez en cuando algún comentario excitado de mi amigo, que me preguntaba por la amplificación del sonido (no había amplificación, gracias a Dios).
Cuando acabó, mi amigo me confesó que necesitaba ir al baño y, ante la imposibilidad de satisfacer las demandas del cuerpo cuando todos los bares y restaurantes de la ciudad estaban cerrados (en Barcelona sólo abren ya por la mañana, a la hora del desayuno y, al mediodía, para la comida), no tardó en abandonarme en cuanto comenzó la Misa del gallo. Yo decidí quedarme y me tragué la misa enterita hasta el final (acabó a las doce y veinte de la noche). Debo reconocer que quienes intervinieron en la misa lo dieron todo. La oficiaba el cardenal arzobispo de Barcelona Juan José Omella, junto a sus auxiliares, además del coro y un sinfín de monaguillos. Todos iban vestidos con sus mejores galas. Todos cantaban. El organista, Juan de la Rubia, creo, también lo dio todo. Hubo botafumeiro, o como se llame por estos pagos, campanas que repicaban en algún punto escondido de la Catedral en sincronía con lo que sucedía en el altar, cánticos en latín, bastones dorados y todos los efectos especiales y recursos teatrales de los que son capaces la gente de iglesia cuando se ponen a ello. Reconozco que se me hizo un poco larga pero pensé que, si se tomasen la molestia de realizar ese despliegue cada domingo, quizá yo también iría a misa de vez en cuando. Hasta el sermón del obispo me pareció apropiado, como si midiese sus palabras para no añadir más leña al fuego en el que ardemos todos últimamente. Hacia el final de la celebración dijo algo así como que la dignidad de cada uno era algo íntimo, algo entre cada uno de nosotros y Dios, que todo el mundo se merece esa dignidad y que, aún en el peor de los casos, como los pastorcillos que fueron los primeros en ver al recién nacido niño Jesús, a quienes sus contemporáneos despreciaban como lo más bajo del escalafón humano, Dios reconoce nuestra dignidad y todos nos merecemos ser apreciados como algo único, como seres especiales, como seres que merecen ser amados, o algo así. Para un obispo católico, me pareció que el sermón no estuvo nada mal, aunque, como estaba en condiciones de comparar, siempre mejor un buen poeta, claro. Pero las comparaciones son odiosas y yo volví satisfecho a casa, caminando por calles solitarias como nunca, cruzando unas Ramblas desiertas, como si volviese de un viaje alucinado o de una gran fiesta en el Apolo celebrada en la dimensión desconocida.
Publicado en Teatron.