Cuando, en 1762, Christoph Willibald Gluck compuso Orfeo ed Euridice le movía un afán de renovación del formato operístico de su tiempo, en el que el virtuosismo vocal, la vanidad de los cantantes pero, en general, la música se colocaban muy por encima de la palabra y de la dramaturgia. Paradójicamente, el martes pasado, en el Palau de la Música Catalana, I Barocchisti, prestigioso conjunto dedicado a la interpretación de música antigua con criterios historicistas, dirigido en esta ocasión por Andrea Marchiol y junto al Cor de Cambra del Palau, ofrecía su versión de esa ópera de Gluck en formato concierto, un formato donde inevitablemente la música se impone a lo escénico. Pero, además, a juzgar por la imagen del cártel del concierto, quien protagonizaba la sesión no era Gluck ni I Barocchisti sino el famoso contratenor Philippe Jaroussky, una de las mayores estrellas vocales de la actualidad en el mundo de la música antigua. Sinceramente, yo también fui por Jaroussky. Y, seguramente, él fue el responsable del lleno total en la sala grande del Palau. Fue Angélica Liddell (quien la semana pasada volvió de nuevo a territorio español, donde había prometido no volver a actuar jamás, para presentar su Trilogía del infinito en los Teatros del Canal de Madrid) quien me descubrió a Jaroussky, hará unos diez años, a través de su desaparecido blog. A Angélica Liddell le encantaba el Cum dederit de Vivaldi interpretado por Jaroussky. Lo llamaba el «Me cago en la puta voy a llorar». Siempre le agradeceré a Angélica Liddell que me descubriese a ese excepcional intérprete que es Jaroussky.
Jaroussky ya no es aquel veinteañero de entonces, acaba de cumplir cuarenta años. Pero sigue en plena forma. El martes, los que le conocíamos salimos satisfechos y los despistados que no le conocían seguramente hayan hecho el descubrimiento del año. Las cualidades vocales de Jaroussky son excepcionales, su musicalidad y expresividad, exquisitas. No sé en qué nivel estará su vanidad pero su entrega a la música que interpreta no deja muchas dudas sobre su honestidad musical. Estamos ante un cantante que se pone al servicio de la música y no al revés. Gluck estaría contento. Pero comienza el concierto y no le vemos, ni a él ni a ninguna de las otras sopranos: Chantal Santon y Emöke Barath. El coro comienza a cantar “Ah! Se intorno a quest’urna funesta” y encima de él aparecen los subtítulos en catalán sobreimpresos que nos van a permitir seguir la letra, la historia, la acción teatral. Gluck estaría contento. Y, de pronto, justo unos instantes después, cuando interviene Orfeo por primera vez, aparece Jaroussky de detrás de una cortina roja que da al pasillo de los palcos de platea, y entra en escena. Golpe de efecto dramático. Gluck estaría contento. Va vestido con un traje y corbata, clásico pero de corte más moderno que el estándar acostumbrado de la música clásica (aunque eso está cambiando poco a poco). Jaroussky se mete en el personaje, interpreta. Orfeo está destrozado porque Euridice, su esposa, ha muerto. Después de su intervención, Jaroussky se postra con los ojos cerrados, abatido, en un sillón rojo colocado en un lateral del escenario.
Pero Amore, interpretada por Emöke Barath, aparece de detrás del órgano (otro golpe dramático), vestida aún más moderna que Jaroussky, pero sin pasarse, y sale a su encuentro para contarle que puede recuperar a Euridice si baja al Hades a buscarla, siempre y cuando no se vuelva a mirarla hasta que lleguen de nuevo al mundo de los vivos. La historia es muy sencilla. Y acaba bien, como mandaban los cánones de la época. Por en medio, escuchamos el maravilloso momento en el que el arpa, que simboliza la lira de Orfeo, acompaña a Jaroussky, ese momento arpa, introducida por Gluck en las orquestas de la época gracias a esta ópera, una ópera que acabó, adaptada al gusto francés, en la corte de María Antonieta, a quien Gluck había dado clases en su adolescencia. Pero, mientras llega Euridice, hablemos del coro. Jaroussky se esfuerza por ablandar al coro de Furias para que le dejen llevarse a Euridice y el coro le responde “no”, multitud de veces, en un juego dramático pero, a la vez, tan divertido que, al mismo tiempo que deseamos que Jaroussky siga cantando, aportando toda la emoción de la que es capaz, para ver si será posible que el coro se ablande poco a poco, también deseamos que jamás le concedan a Euridice para poder seguir oyendo esos noes una y otra vez, como niños. Si bien es cierto que Jaroussky fue el que se llevó la mayor ovación al acabar el concierto el público aplaudió a rabiar al coro, un coro de la casa que hizo una labor tremenda y estuvo a la altura de las circunstancias, incluso con una de sus miembros embarazadísima hasta el punto que no debió de considerar demasiado conveniente levantarse para cantar como el resto de sus compañeros. Cuando se tocó el vientre en medio de la función algunos temieron que tuviese que salir corriendo de la sala para dar a luz. Gluck estaría contento. Atención que Euridice resucita. Chantal Santon va vestida más clásica que el resto. Orfeo y ella tienen la escena crucial en la que Euridice no entiende por qué su marido no la mira, si ha venido a salvarla, y dice pasarlo peor que cuando estaba muerta. El teatrito entre Jaroussky y Chantal Santon alcanza sus mayores cotas interpretativas. Gluck estaría contento. Para nosotros es algo cursi, claro, pero la música se impone sobre todas las cosas. No sé si Gluck estaría tan contento pero nosotros recordaremos a Orfeo de Euridice gracias a que ese día, arropado por una cuarentena de excelentes músicos con sus maravillosos instrumentos antiguos, escuchamos al gran Jaroussky en vivo y en directo y nos emocionamos con él. Y esperemos que por muchos años más. Quizá la próxima vez, en formato operístico.