Sábado noche. Bruselas. Kunstenfestivaldesarts. Kaaitheater. La sala, enorme, llena. Se han agotado las entradas para las cuatro funciones. Gran expectación entre el público. Es el estreno de La Plaza, la última pieza escénica de El Conde de Torrefiel. Qué hace una compañía española, valenciana de origen, catalana de adopción, estrenando su última creación en Bruselas es un tema complicado, y a la vez muy sencillo, que podemos dejar para después. Qué hago yo allí presenciando el estreno es una historia complicada, y a la vez muy sencilla, que podría resumirse así: alguien tendrá que contarlo, porque mucho me temo que Teatron es el único medio español acreditado en este festival, uno de los más importantes de Europa. El Conde de Torrefiel lleva muchos meses trabajando en este proyecto. Durante este tiempo, en algún momento nos han dejado ver algunas cosas. Yo he visto dos: una presentación en el Arts Santa Mònica y otra en el Mercat de les Flors, durante el festival Sâlmon<, que se llamó Las historias naturales. En esa última presentación, bastante controvertida, les hice una larga entrevista, un extracto de la cual aparece ahora traducido al neerlandés, al francés y al inglés en el programa de mano que sostengo entre mis manos mientras espero el inicio de La Plaza. Pero hubo más presentaciones antes: en Atenas y en el Museo Reina Sofía de Madrid. Tengo esos referentes en mi cabeza y también recuerdo la sensación que me dejó Guerrilla, la última pieza escénica oficial (recuerden esto porque me gustaría hablarles de ello en un rato). Guerrilla quizá fuera el culmen del pesimismo y la desesperanza en el futuro. Porque si El conde de Torrefiel quisiera ir aún más allá, me pregunto, ¿a dónde nos llevaría? No quiero ni pensarlo. Por otra parte, Las historias naturales, la última de las paradas antes de este estreno, no tenía el formato al que nos tiene acostumbrados El Conde de Torrefiel en sus producciones, hasta el punto de haberse convertido ya en marca de la casa: textos proyectados en dos líneas acompañados de las imágenes que los actores crean en escena con la ayuda de algunos, pocos, objetos. En esa última parada hubo vídeo, hubo voces pero no hubo ni textos proyectados ni actores en escena.
La Plaza comienza con una imagen que ya nos dejaron ver en febrero, en el Sâlmon<: un monumento floral funerario en memoria de las víctimas de un atentado terrorista ocupando el inmenso escenario. El Conde de Torrefiel se recrea en esa imagen. Voy a intentar no hacer más spoilers de los debidos. A continuación, aparece un texto proyectado. Estamos en casa, o sea, en lo que reconocemos como el formato de un espectáculo de El Conde de Torrefiel. Pero algo ha cambiado: el texto es en segunda persona del singular, no en primera o en tercera, como en otras piezas anteriores. El espectador es el protagonista. Como en otras ocasiones, se van a suceder varios escenarios, varias imágenes, mientras el texto se desarrolla simultáneamente. En la charla posterior a la función del siguiente día, el domingo, una persona del público hizo una pregunta sobre el porqué de esa simultaneidad entre el texto proyectado y las imágenes que se desarrollan en escena, a qué se debía la búsqueda de esa disonancia (así la llamó él). El autor de los textos de El Conde de Torrefiel, Pablo Gisbert, le contestó que la vida estaba llena de ese tipo de situaciones: cuando caminamos por la calle abstraídos en nuestros pensamientos o cuando preparamos la comida mientras pensamos en una amiga nuestra, por ejemplo.
Poco a poco, durante hora y media, salimos del teatro y seguimos a nuestro protagonista, que somos cada uno de nosotros, durante esa noche. Y leemos proyectados lo que pretenden ser nuestros propios pensamientos. ¿Es posible que algo que pretende ser nuestro propio pensamiento se convierta finalmente en lo que de verdad recordamos haber pensado? Pues, en parte, diría que de eso va un poco La Plaza. Porque de eso va un poco la vida que alguien está interesado en que vivamos, aquí, al menos, en Europa. Porque, como recordó su directora, Tanya Beyeler, en la mencionada charla, El Conde de Torrefiel está hablando de, por lo menos, Europa. Uno habla de lo que conoce. Y ya sabemos de anteriores ocasiones, sobre todo después de Guerrilla, que a El Conde de Torrefiel le gusta utilizar las armas del enemigo. Pero si en lo formal, La Plaza, vuelve a ser lo que uno espera de un espectáculo de El Conde de Torrefiel, quizá por contraste al grado de pesimismo reconcentrado de Guerrilla, al sabor sumamente amargo que nos dejó, La Plaza me pareció más amable, más luminoso. A pesar de que Tanya Beyeler y Pablo Gisbert no acabaron de ponerse de acuerdo sobre si el periplo que experimentamos siguiendo el texto de La Plaza nos conduce al final a un lugar más triste que cuando empezamos a leer, me sentí aliviado de no haber sufrido las consecuencias de una bomba atómica lanzada desde el escenario, que es lo que me esperaba después de la experiencia vivida con Guerrilla. Sí, el texto vuelve a elucubrar con algún futuro distópico, pero como de pasada, sin recrearse y con cierto humor. Parece que vuelve al aquí y al ahora, pone el acento en la curiosidad que puede despertarnos la vida si la contemplamos y la experimentamos sin miedo. Quizá esté poniendo demasiado de mi cosecha propia. Pero esto es lo que me despiertan los recuerdos que tengo de La Plaza, unos días después, ya de vuelta en Barcelona. Y ahora pienso que, como pudimos comprobar en esa charla con el público, lo que es triste o no depende de quién lo mire, de cómo se mire y de cuándo se mire. ¿Son tan pesimistas los montajes de El Conde de Torrefiel? No lo sé. Al mismo tiempo todo el mundo reconoce que están llenos de humor.
Pero no nos olvidemos de que los textos de El Conde de Torrefiel siempre se escriben al final del proceso de creación, aunque siempre suelen redondear la pieza y acaparar los titulares. ¿Pero qué hay del trabajo en escena? Pues, esta vez, El Conde de Torrefiel trabaja con seis actores: Gloria March Chulvi, Albert Pérez Hidalgo, Mónica Almirall Batet, Nicolás Carbajal, Amaranta Velarde y David Mallols. Pero nos cuesta reconocerlos en el escenario, no solo porque no hablen ni porque se mezclen entre más de una docena de actores locales sino porque no vemos sus caras, ocultas con zentai, esos trajes japoneses ajustados, como de nylon. Los vemos en varios escenarios: en lo que parece una plaza, cómo no, en un museo, en un rodaje… El paisaje que componen está lleno de detalles, de personajes diferentes, en muchos casos uno no sabe ni a qué mirar, en qué fijarse. Hay mujeres musulmanas con su prole, borrachos, mendigos, gente de fiesta, turistas, gente trabajando, un muerto y un recién nacido, jóvenes modernos y antiguos. Un crisol. Me da la impresión de que es la pieza de El Conde de Torrefiel que más atención presta a este aspecto de sus creaciones, a esta coreografía. Se han refinado. Son muy solventes. El resultado es una experiencia estética en la que me zambullo con curiosidad y placer, plagada de matices.
El Conde de Torrefiel son muy listos. Creo que, de momento, están consiguiendo escapar de lo que el sistema intenta imponer a los creadores que, como ellos, consiguen un cierto reconocimiento, a pesar de haber llegado a un punto, quizás de no retorno, en el que se han metido de lleno en el corazón mismo del sistema. He dejado para el final algo relacionado con este punto: la diferencia entre las piezas oficiales y las que no. Para los que están inmersos en las convenciones del sistema de producción artística escénica las diferentes muestras del proceso de creación de, por ejemplo, La Plaza, que El Conde de Torrefiel ha ido realizando durante más de un año, son solo aproximaciones que van madurando hasta convertirse en el resultado final: una pieza cerrada como La Plaza que se estrena en un festival como el Kunstenfestivaldesarts y que luego viajará a muchos otros festivales más, algunos coproductores también de la pieza, como el Festival Grec de Barcelona, el Pompidou de París, Alkantara en Lisboa, HAU de Berlín, Vooruit en Gante… Algunos valoran, en ese sentido, la evolución que se ha producido entre lo que vimos en el Sâlmon< y este estreno en Bruselas. Pero yo creo que, más bien, lo que El Conde de Torrefiel está consiguiendo es hacer lo que le da la gana durante el tiempo que dura el proceso de creación, aprovechando el sistema para experimentar a su gusto con otros formatos, trabajos igual de importantes que los que acaban presentando al final del proceso. Pero al final, lo que quiere el negocio del arte contemporáneo es una pieza con un estilo reconocible, de éxito ya contrastado, que se venda y no defraude a quien lo compra. Pues bien, El Conde de Torrefiel también se la da y con todas las de la ley. Pero a mí que no me engañen: Las historias naturales es tan valiosa como La Plaza. Es por eso que no me pierdo ni una cara B. Y es por eso que me parece una gran estrategia esta de ir lanzando caras B cada poco tiempo para no morir ahogados por la expectativa creada por los que necesitan un LP como dios manda para seguir haciendo funcionar la maquinaria pesada del sistema.
Y ya, para acabar, creo que, por fin, está llegando el momento en que El Conde de Torrefiel va a obtener en el Reino de España el reconocimiento que hace años que la afición le profesa. Van a traer La Plaza al Festival GREC de Barcelona, actuarán esta temporada en los Teatros del Canal de Madrid… Más vale tarde que nunca. Para ello ha sido necesario que, primero, ese reconocimiento se lo diesen los grandes centros artísticos de Europa. En el caso de El Conde, ya hace unos años que eso viene sucediendo. Es una lástima que haya que triunfar fuera para que te hagan caso dentro pero, en fin, aunque es de papanatas, es lo que hay. La última vez que estuve en el Kaaitheater de Bruselas, hace ocho años, fui en representación de un casi recién nacido Teatron, invitado por La Porta (¿se acuerdan?), una estructura barcelonesa, ya desaparecida, dedicada a las artes del movimiento. La Porta se preguntaba por qué ellos siempre programaban artistas belgas en los ciclos y festivales que organizaban en Barcelona y, en cambio, en Bélgica jamás se programaba a nadie afincado en Barcelona. No sería por falta de talentos. En aquella ocasión, La Porta se propuso hacer algo para cambiar esa situación, aunque infructuosamente, me temo. Me alegro de que, algunos años después, gente como El Conde de Torrefiel haya conseguido modificar ese desequilibrio porque, sin obviar sus evidentes méritos propios, por la razón que sea, a El Conde de Torrefiel parece ser que le ha tocado representar a muchos como ellos que no han corrido la misma suerte. Si no fuese por lo tristemente provinciano que me parece un comentario así, os diría que esa es una de las razones para que el éxito de El Conde de Torrefiel en Bélgica me emocione aún más. Aunque preferiría volver a pensar, como pensaba hace unos años, que vivo en una ciudad moderna y cosmopolita como Barcelona que no tiene nada que envidiar a Bruselas. Pero, sinceramente, después de un fin de semana en Bruselas, solo la envidia que me da la libertad que se respira en cualquiera de las calles y de los pequeños bares del centro parece contradecir esta arraigada pero desgraciadamente ya obsoleta (si es que alguna vez fue realidad) creencia. Para mí es una metáfora que los belgas nos den lecciones de cómo pasarlo bien en un campo en el que se supone que nosotros siempre hemos vacilado de tener todo lo que se necesita para conseguir el éxito. La verdad, parece mentira.