Benjamin Alard está de nuevo en Barcelona. Es un músico joven, tiene 32 años, pero lo sigo desde que era un veinteañero. Es el clavecinista (y organista) a quien más llevo siguiendo en los últimos años. Supongo que ayuda el hecho de que desde hace cinco años sea artista en residencia en el Palau de la Música Catalana con el objetivo de tocar en concierto la integral de la música para clavecín solo de Bach, que también está grabando para el sello discográfico Harmonia Mundi. En los últimos años le he visto tocar ya las Variaciones Goldberg y El clave bien temperado, en varios conciertos, y siempre vuelvo, como volveré esta semana, miércoles y jueves, para escucharle dos programas diferentes dedicados, por supuesto, a Bach. Llegué hasta él en su día porque el Palau lo presentaba como el discípulo y heredero de Gustav Leonhardt, convertido ya, después de su muerte, en uno de los mayores mitos de la corriente historicista de la música antigua. Desde hace veinte años me interesa la música antigua porque me parece lo más emocionante que ha pasado dentro del mundo de la mal llamada música clásica. Los pioneros como Leonhardt aportaron aire fresco en su búsqueda de la autenticidad, a través de la investigación y del uso de instrumentos originales, para devolver el antiguo brillo a obras maltratadas por años y años de interpretaciones distorsionadas. Ellos y sus discípulos renovaron mi pasión por la música barroca, me descubrieron a los músicos del Renacimiento, me hicieron escuchar de una manera muy diferente a Mozart, Beethoven y Haydn con sus fortepianos e incluso les acompañé hasta las puertas mismas del siglo XX escuchando a gente como Patrick Cohen tocando a Satie como nunca antes lo había escuchado, con un piano de la época. Desde entonces ya nada es lo mismo. Por eso me alegra tanto que Benjamin Alard y otros colegas de su generación sigan en esto para seguir dándonos nuevas alegrías. El lunes, Alard dio una conferencia gratuita sobre Bach. Fue lo que los modernos llamarían una conferencia performativa, en la que nos contó historias sobre el joven y menos conocido Bach pero también tocó algunas piezas al clave, cantó y hasta consiguió que el público asistente cantase con él. Luego, en el turno de preguntas, el diálogo con el público abordó temas muy profundos que me mantuvieron clavado en la silla mirando mi reloj preocupado porque estaba a punto de empezar el concierto de Elisabeth Leonskaja en la sala grande hasta que no tuve más remedio que salir corriendo para llegar. Pero esa misma noche contacté con Benjamin Alard a través de Twitter para invitarle a mantener esta conversación que parte de su conferencia y conecta con algunas de mis obsesiones. A la mañana siguiente, temprano, ya tenía su respuesta y la propuesta de quedar en la cafetería del Palau esa misma tarde. Nos sentamos en una mesa apartada y le propuse comenzar en el punto en el que estábamos cuando me vi obligado a abandonar su conferencia del día anterior.
Bach componía para honrar a su dios. Parece que lo consiguió porque gente muy diferente de todas las épocas, da igual si se trata de gente con creencias religiosas o ateos convencidos, han sentido esa conexión entre la música de Bach y algo más allá de este mundo. Pero, aunque es posible captar esa conexión entre la música de Bach y algo más allá de nuestra comprensión humana sólo con escuchar su música, la experiencia es sin duda mucho más potente cuando uno es capaz de interpretar por sí mismo la música de Bach. Eso es lo que pasaba en tiempos de Bach, por ejemplo, cuando el pueblo, fruto de la reforma luterana, acudía a la iglesia para participar activamente cantando durante la ceremonia religiosa, en su propia lengua, una melodía sencilla y muchas veces extraída de la tradición popular, que todos conocían, mientras el propio Bach y los músicos a quienes dirigía, en ocasiones músicos no necesariamente muy competentes, les acompañaban con una música compuesta por Bach para cada ocasión. En tu conferencia, el lunes pasado, propusiste al público esa experiencia, que ellos cantasen contigo un coral mientras tú, además, tocabas el clave. A mí me pareció una experiencia liberadora.
Creo que es muy difícil de explicar la conexión que establecemos cuando escuchamos y que, además, es verdad, va más lejos si uno toca por sí mismo o si canta. Pienso que hay algo ligado al gesto. Cuando uno canta, cuando uno hace un gesto, sea el que sea, cuando uno escribe, siempre hay algo automático, de alguna manera, que permite una cierta liberación, una cierta conexión. Es muy paradójico: el gesto puede liberarnos pero también puede conectarnos muy profundamente con alguna cosa que no podemos explicar. Y trabajando con la música de Bach podemos sentir eso a menudo. Sobre todo cuando cogemos esas fórmulas que vienen también del gesto como si fuesen improvisadas. Como ese preludio de coral, por ejemplo. La música de Bach es una de las primeras músicas escritas extremadamente difíciles. Hubo otras en el pasado, por supuesto, hay excepciones en el Renacimiento, pero antes la música era una tradición muy oral. A veces se escribían cosas pero era, sobre todo, una práctica oral, de improvisación, de acompañamiento, de la danza, del canto… Evidentemente, había compositores pero cuando veías algo escrito sólo sabías más o menos lo que ibas a leer. Era como una especie de trama. Con Bach, tenemos que trabajar duro para descubrir qué hay detrás porque es verdaderamente muy difícil saberlo. Sobre todo cuando empieza a editar las Partitas, las Variaciones Goldberg, es verdaderamente difícil. Pienso que todo está dentro de cierto gesto. La palabra más importante para mí es el gesto.