La web del CCCB se ha renovado recientemente y, como consecuencia, ha dejado de funcionar el enlace a la web que montamos en su día con motivo de la Instalación sonora en la fachada del CCCB (10 a 26 de abril de 2003). La dirección era http://www.cccb.org/oreja, pero ya no funciona.
Así que como me he levantado nostálgico he decidido recopilar algunos materiales sobre el tema y alojar la web aquí
Cápsula de BTV
Artículo de Mercedes Abad publicado en la edición catalana de EL PAIS el viernes 25 de abril de 2003:
Los ciudadanos que estos días pasen por delante del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) se arriesgan a tener una experiencia extraña cuando no directamente perturbadora. Yo, por lo menos, que siempre he tenido serios motivos para pensar que estoy cosida a mi salud mental por la punta de las pestañas, me llevé un buen sobresalto.
La cosa fue como sigue: andaba yo hundida hasta el cogote en las absorbentes necesidades que solemos llamar vida interior cuando, de repente, al pasar junto a la fachada del CCCB, empecé a oír voces. Eran voces confusas y un tanto fantasmagóricas, cercanas y al mismo tiempo lejanas, tan misteriosas y sutiles como si de psicofonías grabadas en una mansión abandonada se tratara, aunque en algunos momentos sugerían las conversaciones de un consejo de administración. Lo primero que pensé fue: «Ya está, oigo voces, he perdido la chaveta. Eso me pasa por despotricar de Virgina Woolf y denostar Las horas, ese bodrio execrable e infinitamente pretencioso. Dios me ha castigado por vituperar a esa gran mujer y ahora estoy peor que ella». Me hallaba ya a punto de poner rumbo a la playa para administrarme el tratamiento de choque antivoces patentado por la Woolf (a saber: adentrarse en el mar con una piedra en el bolsillo) cuando, afortunadamente, las voces enmudecieron y en su lugar se oyó el ruido de unos pasos. Pasos de hombre con zapatos de piel bastante nuevos, de esos que emiten un crujidito inquietante, como en las películas de terror o de intriga. Pasos que se acercaban, se alejaban y evocaban largos e intrincados pasillos, y despachos con mesas cubiertas de inútiles legajos.
Fue entonces cuando levanté la cabeza y descubrí que las voces procedían de una serie de altavoces diseminados a lo largo y ancho de la fachada del CCCB. Respiré aliviada e inspeccioné el lugar, para averiguar el nombre del autor de esta curiosa instalación. Me costó un poco situarme. Las únicas pistas eran una especie de peana redonda en el suelo donde se veía una oreja. Y junto a la puerta del centro, un panel de dimensiones discretas que podía pasar perfectamente desapercibido y donde se informaba de forma somera, y como quien no quiere la cosa, de que la instalación sonora era la obra de un equipo multidisciplinar de personas procedentes de campos distintos (arquitectura, filosofía, musicología, electroacústica, arte) capitaneadas por Álex Arteaga, artista sonoro y profesor de la Universität der Künste de Berlín.
Entré al CCCB y al ver que no había más información que el sucinto texto del panel decidí apostarme allí un rato para espiar las reacciones de los desprevenidos transeúntes. Mis motivos eran innobles, lo confieso, porque en quel momento la idea de escribir una crónica ni siquiera me había pasado aún por la cabeza y lo único que pretendía era reírme un poco de las ridículas caras de susto y pasmo que, de eso estaba segura, pondría el amado prójimo al oír las voces. Y la verdad es que me llevé un buen chasco. ¿Me creerán si les digo que la mayor parte de los especímenes observados pasaban tranquilamente de largo sin detectar nada especialmente anómalo? Me quedé atónita. Es cierto que unos estaban hablando por el móvil, que otros pasaban por allí en pareja o en grupo, creando con sus propias conversaciones un escudo sonoro que les impedía oír las voces, y otros más iban escuchando música con el walkman o el discman. También es cierto que hay que pasar relativamente pegado a las paredes para percibir las voces con cierta claridad. Y que, aunque uno pase lo bastante pegado, si en ese momento circulan por allí coches o camiones o se pone a rugir alguna taladradora en las obras de la futura Facultad de Historia, no se entera uno de nada. De todos modos, muchas de las personas observadas iban solas, no hablaban por el móvil, caminaban lo bastante cerca de los muros del CCCB como para que alguna de las voces se les colara entre los pensamientos y, pese a que ni coches ni taladradoras ni hormigoneras ni albañiles repiqueteando perturbaron su tránsito, se alejaron de allí sin haber advertido nada extraño. ¿Acaso los habitantes de esta ciudad estamos medio sordos? ¿Se está cargando nuestra sensibilidad auditiva la insoportable contaminación sonora que aguantamos día tras día? Y no me refiero a los ruidos de los bares nocturnos, sino a los ruidos diurnos y honorables con que esta ciudad nos da la matraca: coches, camiones, bocinas desatadas, taladradoras, edificios en construcción, en destrucción o en rehabilitación, etcétera.
En cualquier caso, entre una cosa y otra, la instalación (que seguirá poniendo nebulosas voces en la fachada del CCCB hasta el próximo domingo 27 de abril) resultaba cada vez más misteriosa y sugerente. Al fin y al cabo, me dije, si todos los traseúntes se dieran cuenta de que sucede algo raro, su propia actitud alertaría a los que se acercan y la sorpresa y el interés del asunto serían menores. Cuando llego a casa, cojo el teléfono y me entero de que la singular obra colectiva fue realizada como trabajo final de los alumnos del curso Art Sonor i Espai, impartido por Álex Arteaga semanas atrás por segundo año consecutivo. El año pasado, por cierto, el trabajo final consistió en una intervención en la rampa del CCCB, de modo que quien se hallaba en ella oía ruido de monopatines (y muchos debieron de apartarse alarmados, pensando que iban a ser embestidos de un momento a otro). En fin, ya lo saben: si antes del domingo se aventuran por esos andurriales y ven a alguien que sonríe beatíficamente de oreja a oreja mientras aguza los oídos, sepan que no es un loco. Al contrario, acaba de descubrir con indescriptible alivio que las voces que oye… ¡están fuera!
Qué hermoso texto realmente me gustó. Está lleno de fina ironía y sobre todo sintomatiza una intensa sensibilidad.(y qué bueno que alguien critique ese libro inleíble llamado las horas. saludos desde méxico, ahora que lo leo 7 años después, ah inextricable tiempo!