Se me ocurrió el 1 de febrero mientras miraba el mar desde el World Trade Center (de Barcelona), en la conferencia sobre RIA, hablando con mi colega Joaquín.
¿Qué habrá sido del código que he programado durante los más de 10 años que llevo escribiendo líneas y líneas de código? Tampoco es que haya escrito tantas pero suficiente como para que la pregunta me parezca interesante. Todas esas líneas de código cumplían una función. ¿La seguirán cumpliendo? ¿Aún se ejecutan? ¿Habrán sido modificadas por alguien? ¿Habrán evolucionado? ¿Habrán sido suprimidas? ¿Se estarán utilizando para algo diferente de para lo que fueron concebidas? ¿Siguen en activo? ¿Y si no lo están? ¿A dónde habrán ido a parar? ¿Siguen existiendo si no se ejecutan? Como los libros de una biblioteca, si nadie los lee no por eso dejan de existir.
El código es mi hijo. Soy un padre con mil hijos bastardos esparcidos por el mundo.
Me gustaría rastrear mi código esparcido por ahí. Y saber de él. Siento nostalgia. Es mi trabajo, es mi obra, desperdigada por el ciberespacio.